Entre el Pan y el Orgullo: La Historia de Mariana

—¿Y entonces, Mariana? ¿Ya se acabaron los panes o todavía te queda uno para sobrevivir hoy?— La voz de mi madre retumbó en el altavoz del celular, tan fría y cortante como siempre. Sentí el nudo en la garganta, ese que aparece cada vez que tengo que escuchar sus comentarios disfrazados de preocupación. Miré a mi esposo, Andrés, que fingía no escuchar mientras lavaba los platos con manos temblorosas. Mi hijo, Emiliano, jugaba en el piso con sus carritos, repitiendo una y otra vez la misma frase: “Rojo va primero, azul después.”

No sé en qué momento mi vida se convirtió en esta batalla diaria. Antes de casarme, mi madre, Teresa, era mi refugio. Pero desde que Andrés y yo decidimos formar una familia, ella se volvió mi juez más severo. Nunca le perdonó a Andrés que no fuera ingeniero como mi papá o que no tuviera una casa propia antes de casarse conmigo. “¿Cómo vas a vivir con un hombre que no puede darte ni para el gas?”, me dijo la noche antes de mi boda.

Pero yo amaba a Andrés. Lo amo aún más ahora, cuando lo veo llegar cansado de su trabajo en la panadería, con las manos llenas de harina y el corazón lleno de miedo por no poder darnos más. Él es el único que trabaja porque yo no puedo dejar solo a Emiliano. Mi hijo necesita atención constante; sus crisis pueden durar horas y sólo yo sé cómo calmarlo. No hay guarderías para niños como él en nuestro barrio de Ciudad del Este.

—Mamá, por favor…—intenté responderle con voz suave—. No es fácil. Andrés está haciendo todo lo posible.

—¿Todo lo posible?—interrumpió ella—. ¡Por favor! Si ese hombre tuviera dignidad, buscaría otro trabajo o te dejaría volver a casa conmigo. Aquí no te faltaría nada.

Sentí la rabia arderme en el pecho. ¿Acaso no entiende? No es sólo el dinero. Es la dignidad de Andrés, la estabilidad de Emiliano, mi propia necesidad de sentirme útil aunque no pueda aportar un sueldo.

Colgué antes de decir algo de lo que me arrepintiera. Andrés me miró con esos ojos tristes que sólo muestra cuando cree que no lo veo.

—No tienes que escucharla, Mari—susurró—. Yo sé que no soy suficiente para ella… pero intento serlo para ustedes.

Me acerqué y lo abracé fuerte. Sentí su respiración agitada, su miedo disfrazado de resignación.

Esa noche, mientras Emiliano dormía abrazado a su peluche favorito, Andrés y yo nos sentamos en la mesa a revisar las cuentas. El dinero apenas alcanzaba para el alquiler y la comida. La terapia de Emiliano la cubría una ONG local, pero cada vez era más difícil conseguir los medicamentos.

—¿Y si vendo la licuadora?—propuse—. O tal vez el microondas…

Andrés negó con la cabeza.

—No vamos a vender nada más. Ya vendimos la tele y el ventilador. No quiero que Emiliano sienta que le quitamos todo.

Me mordí los labios para no llorar. Recordé cuando era niña y mi mamá me compraba todo lo que quería. Ahora ella vive en una casa grande, con aire acondicionado y comida caliente todos los días. Pero su corazón parece más frío que nunca.

Al día siguiente, mientras llevaba a Emiliano al parque para que corriera un poco, me encontré con doña Rosa, la vecina del 4B.

—¿Cómo está tu niño, Mariana?—me preguntó con esa voz dulce que siempre me reconforta.

—Ahí vamos, doña Rosa. Un día a la vez.

Ella me miró con compasión y me ofreció un paquete de galletas.

—Para Emiliano. Sé que las cosas no están fáciles… pero Dios aprieta, pero no ahorca.

Agradecí su gesto y sentí una punzada de vergüenza. ¿Cómo llegamos a esto? ¿En qué momento pasé de ser la hija mimada a la madre que acepta caridad?

Esa tarde, mi madre volvió a llamar. Esta vez no contesté. Mandó un mensaje: “Cuando te canses de pasar hambre, aquí tienes tu cuarto.”

Me senté en el suelo junto a Emiliano y lo abracé fuerte. Él me miró con sus ojos grandes y me acarició la cara.

—Mamá triste—dijo con su vocecita—. No llores.

No pude evitarlo. Lloré en silencio mientras él jugaba con mis dedos.

Esa noche, Andrés llegó más tarde de lo habitual. Traía una bolsa con pan y un sobre pequeño.

—Me dieron unas horas extra—dijo, sonriendo apenas—. No es mucho, pero alcanza para la leche de Emiliano.

Lo abracé y sentí que, aunque el mundo se nos viniera encima, mientras estuviéramos juntos podríamos resistir.

Pero la presión seguía. Mi madre no dejaba de insistir. Mis hermanas, que viven en Asunción y tienen vidas cómodas, me mandaban mensajes diciendo que debía pensar en Emiliano y aceptar la ayuda de mamá.

Una noche, después de una crisis fuerte de Emiliano, me senté en la cama y miré a Andrés dormir abrazado a nuestro hijo. Pensé en todo lo que habíamos perdido, pero también en lo que habíamos ganado: la fuerza para resistir, el amor incondicional, la certeza de que juntos éramos más fuertes que cualquier juicio externo.

Al día siguiente, llamé a mi madre.

—Mamá, gracias por tu preocupación. Pero aquí estamos bien. No tenemos lujos, pero tenemos amor. Y eso es algo que el dinero no puede comprar.

Ella guardó silencio unos segundos.

—No quiero verte sufrir, Mariana.

—No sufro, mamá. Lucho. Y prefiero luchar aquí, con mi familia, que vivir cómoda pero vacía.

Colgué sintiendo una paz extraña. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que había tomado una decisión por mí misma.

Ahora, cada vez que veo a Emiliano reír o a Andrés esforzarse por nosotros, me pregunto: ¿Cuántas familias viven esta misma lucha silenciosa? ¿Cuántas madres juzgan sin entender? ¿Y cuántas hijas se atreven a elegir el amor sobre el orgullo?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Vale más la comodidad o la dignidad de una familia unida?