Entre el perdón y el rencor: la historia de Verónica
—¿Por qué vienes ahora, Lucía? —le pregunté, con la voz quebrada, mientras apretaba el rosario entre mis manos temblorosas.
Ella se quedó parada en la puerta, con la niña dormida en brazos. La luz del atardecer entraba por la ventana y dibujaba sombras largas en el suelo de la sala. No podía dejar de mirar a esa pequeña, mi bisnieta, a quien nunca había visto. Pero el resentimiento era más fuerte que la ternura.
Me llamo Verónica y tengo setenta y tres años. Vivo en un barrio antiguo de Guadalajara, en una casa que huele a café y recuerdos. Mi historia no es fácil de contar, pero tal vez si la comparto, encuentre un poco de paz.
Mi familia nunca fue ejemplo de armonía. Crecí viendo a mi madre y a su hermana, tía Carmen, pelearse por todo: por herencias, por hombres, por chismes. El alcohol siempre estuvo presente en las fiestas y en los días tristes. Mi padre era un hombre callado, pero cuando bebía se volvía cruel. Recuerdo las noches en que mi madre lloraba en silencio mientras yo me tapaba los oídos para no escuchar los gritos.
Cuando conocí a Raúl, pensé que mi vida cambiaría. Él era diferente: trabajador, cariñoso, soñador. Nos casamos jóvenes y tuvimos dos hijas: Lucía y Mariana. Quise darles todo lo que yo no tuve: amor, estabilidad, un hogar sin gritos. Pero los fantasmas del pasado son tercos y se cuelan por las rendijas más pequeñas.
Raúl empezó a beber después de perder su trabajo en la fábrica. Yo trabajaba limpiando casas para sacar adelante a las niñas. A veces no alcanzaba para la renta ni para los útiles escolares. Lucía siempre fue rebelde; Mariana, en cambio, era callada y obediente. Lucía se escapaba de casa, llegaba tarde, se juntaba con gente que no me gustaba. Discutíamos mucho. Un día me gritó:
—¡Tú no sabes lo que es ser joven! ¡Siempre estás cansada o enojada!
No supe qué responderle. Tal vez tenía razón.
La traición llegó una noche de diciembre. Yo había ahorrado durante meses para comprarles una cena especial de Navidad: pavo, ensalada rusa, ponche. Cuando llegué a casa, encontré a Lucía besándose con el esposo de Mariana en la sala. Sentí que el mundo se me venía abajo.
—¡¿Cómo pudiste hacerme esto?! —le grité a Lucía, mientras Mariana lloraba desconsolada en la cocina.
Lucía me miró desafiante:
—Él nunca la quiso, mamá. Siempre estuvo enamorado de mí.
Esa noche la eché de la casa. No volví a verla durante años. Mariana se divorció y se fue a vivir a Monterrey con sus hijos. Raúl murió poco después, solo y amargado.
El silencio se instaló en mi casa como un huésped indeseado. A veces me preguntaba si había sido demasiado dura con Lucía. Pero luego recordaba el dolor de Mariana y el desprecio en los ojos de Lucía aquella noche.
Pasaron los años. Me hice vieja entre fotos descoloridas y cartas sin responder. Mariana me visitaba de vez en cuando; Lucía nunca más volvió a buscarme… hasta hoy.
—Mamá —dijo Lucía desde la puerta—, sé que no merezco tu perdón. Pero quiero que conozcas a tu bisnieta. Se llama Camila.
La niña abrió los ojos y me miró con esa inocencia que sólo tienen los niños pequeños. Sentí un nudo en la garganta.
—¿Por qué ahora? —pregunté— ¿Por qué después de tantos años?
Lucía bajó la mirada.
—Porque estoy enferma, mamá —susurró—. Los médicos dicen que no me queda mucho tiempo… Quiero que Camila tenga una familia cuando yo ya no esté.
El mundo se detuvo por un instante. Vi en los ojos de mi hija el mismo miedo que yo sentí tantas veces: miedo a quedarse sola, miedo al rechazo, miedo a no ser perdonada.
Me acerqué despacio y toqué la mano de Camila. Era suave y tibia. La niña sonrió y me abrazó sin decir palabra.
No sé si puedo perdonar a Lucía. El dolor sigue ahí, como una espina clavada en el corazón. Pero al ver a Camila, sentí una chispa de esperanza.
Esa noche no dormí. Me quedé sentada en la sala, mirando las fotos viejas y pensando en todo lo que había perdido por culpa del rencor. ¿Vale la pena aferrarse al pasado cuando el futuro llama a tu puerta con ojos nuevos?
Al amanecer, fui al cuarto donde dormían Lucía y Camila. Me senté junto a mi hija y le tomé la mano.
—No sé si puedo perdonarte del todo —le dije—, pero quiero intentarlo… por Camila.
Lucía lloró en silencio mientras yo acariciaba el cabello de mi bisnieta.
Ahora les pregunto a ustedes: ¿Es posible perdonar una traición tan grande? ¿O hay heridas que nunca sanan? ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?