Entre el regreso y el abismo: La decisión de Mariana

—¿Entonces te vas? —La voz de Julián retumbó en la cocina, cortando el silencio como un machete en la selva húmeda del Chocó. Yo apenas podía sostenerle la mirada, mis manos temblaban alrededor de la taza de café frío.

—No es tan simple, Julián… —susurré, pero él ya había dado media vuelta, dejando la taza en el fregadero con un golpe seco.

—Haz lo que quieras, Mariana. Pero no cuentes conmigo. Ni con mi apoyo, ni con mi comprensión. —Su voz era tan fría que sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

Me quedé sola en la cocina, escuchando el retumbar de la lluvia contra las ventanas del apartamento en Medellín. Afuera, la ciudad seguía viva, indiferente a mi tormenta interna. Mi madre estaba enferma, sola en Quibdó, y yo era su única hija. Pero aquí estaba mi vida: mi trabajo en la biblioteca, mis amigas, Julián… ¿Cómo elegir entre dos mundos que me reclamaban con igual fuerza?

Mi celular vibró. Era un mensaje de mi hermana menor, Camila: “Mamá está peor. No reconoce a nadie. Ven pronto.”

Sentí que el aire se me iba de los pulmones. Recordé la última vez que vi a mamá: su cabello encanecido, sus manos temblorosas, pero aún con esa mirada dura que siempre me juzgaba. “¿Por qué te fuiste tan lejos, Mariana? Aquí también hay vida”, me había dicho cuando me mudé a Medellín para estudiar.

—¿Y si no regreso a tiempo? —me pregunté en voz baja.

Julián apareció en la puerta, los ojos rojos de rabia o tristeza, no lo supe distinguir.

—¿Por qué tienes que ser tú? ¿Por qué siempre cargas tú con todo? —me lanzó, casi suplicando.

—Porque soy su hija —le respondí, sintiendo cómo se me quebraba la voz.

Él negó con la cabeza y salió del apartamento dando un portazo. Me desplomé en una silla y lloré como no lo hacía desde niña.

Esa noche no dormí. Recordé mi infancia en el Chocó: los aguaceros interminables, el olor a tierra mojada, los gritos de mi padre borracho y las noches abrazada a mamá mientras afuera tronaba. Recordé también cómo ella me empujó a salir adelante, a estudiar, aunque después me reclamara por haberme ido.

Al amanecer, empaqué una mochila pequeña. No sabía cuánto tiempo estaría fuera. Julián no volvió a casa esa noche ni contestó mis mensajes. Antes de salir, dejé una nota sobre la mesa:

“Julián: No sé si hago bien o mal. Solo sé que no puedo dejar sola a mi mamá. Perdóname si te fallo.”

El viaje en bus fue eterno. Cada curva de la carretera era un nudo más en mi estómago. Al llegar a Quibdó, el calor y la humedad me golpearon como un abrazo incómodo del pasado. Camila me esperaba en la terminal.

—Llegaste justo a tiempo —me dijo sin sonreír.

La casa estaba igual que siempre: paredes descascaradas, fotos viejas colgadas torcidas, el olor a café y remedios mezclados en el aire. Mamá estaba acostada en su cama, los ojos perdidos en el techo.

—Mamá… soy yo, Mariana —le susurré al oído.

Ella parpadeó y por un instante creí ver un destello de reconocimiento.

—¿Por qué volviste? —murmuró—. Tú ya tienes tu vida allá…

No supe qué responderle. Me senté a su lado y le tomé la mano. Sentí su piel frágil y pensé en todo lo que había dejado atrás para estar allí.

Los días pasaron lentos. Camila y yo nos turnábamos para cuidarla. Las noches eran largas; escuchaba los grillos y pensaba en Julián, en si alguna vez podría perdonarme por haberlo dejado solo.

Una tarde, mientras le daba de comer a mamá, ella me miró fijamente:

—¿Tú crees que hice bien en quedarme aquí toda mi vida? —me preguntó con una voz apenas audible.

Me quedé helada. Nunca antes me había preguntado algo así.

—No lo sé, mamá… Tal vez sí. Tal vez no. Pero yo no quiero arrepentirme después —le respondí con lágrimas en los ojos.

Esa noche soñé con Julián. Lo veía solo en nuestro apartamento, mirando por la ventana mientras llovía. Me desperté con el corazón apretado.

Los días se convirtieron en semanas. Mamá empeoraba y yo sentía que me desvanecía con ella. Camila empezó a reprocharme:

—Tú siempre fuiste la favorita. Ahora vienes a hacerte la mártir…

—No vine por eso —le respondí cansada—. Vine porque no podía quedarme tranquila allá sabiendo que ustedes estaban solas aquí.

—¿Y tu esposo? ¿Y tu vida? —insistió ella con amargura.

No supe qué decirle. ¿Era egoísta por querer estar con mamá? ¿O era egoísta por dejar solo a Julián?

Una tarde recibí un mensaje de Julián: “No sé si te espero o si sigo adelante solo.”

Sentí que el mundo se partía en dos bajo mis pies.

Mamá murió una madrugada lluviosa. Estábamos las dos a su lado cuando dio su último suspiro. Camila lloró desconsolada; yo sentí un vacío inmenso y una paz extraña al mismo tiempo.

El funeral fue sencillo pero lleno de gente del barrio. Todos venían a decirme lo buena hija que era por haber regresado. Nadie sabía el precio que había pagado por esa decisión.

Después del entierro, Camila me abrazó por primera vez en años:

—Gracias por volver —me dijo entre sollozos—. No sé si yo hubiera tenido tu valor.

Regresé a Medellín semanas después. El apartamento estaba igual pero vacío; Julián se había ido. Sobre la mesa encontré una carta suya:

“Mariana: No puedo juzgarte ni pedirte que no seas quien eres. Pero tampoco puedo vivir esperando ser tu segunda opción.”

Me senté en el suelo y lloré hasta quedarme dormida.

Hoy miro atrás y no sé si tomé la decisión correcta. Perdí a mi madre y también a Julián. Pero al menos sé que estuve donde debía estar cuando más me necesitaban.

A veces me pregunto: ¿Cuántas veces tenemos que elegir entre dos amores imposibles? ¿Y cómo saber si elegimos bien cuando todas las opciones duelen?