Entre el Rencor y el Perdón: La Historia de Mariana y su Madre
—Mariana, por favor… no me dejes sola esta noche—. La voz de mi madre temblaba al otro lado del teléfono, como una hoja arrastrada por el viento. Eran las dos de la madrugada y yo estaba sentada en la cocina, con las manos apretadas alrededor de una taza de café frío. Podía escuchar su respiración entrecortada, el eco de su soledad atravesando la línea.
No respondí de inmediato. Miré la foto vieja pegada en la nevera: mi hermano Andrés y yo, niños, abrazados en la playa de Veracruz. Mamá sonreía detrás de nosotros, pero sus ojos ya estaban cansados. ¿Cuándo fue que se rompió todo? ¿Cuándo dejé de sentir que era mi deber cuidarla?
—Mamá, no puedo ir ahora. Tengo trabajo mañana— mentí. En realidad, lo que tenía era miedo. Miedo a enfrentarla, miedo a que el pasado se repitiera.
Andrés siempre fue el mediador. Esa misma tarde me había llamado:
—Mariana, mamá está peor. No quiere comer, no se levanta de la cama. Yo hago lo que puedo, pero tú sabes que ella te necesita a ti.
—¿Por qué siempre yo? —le respondí, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta—. ¿Por qué nadie le pregunta si alguna vez me necesitó a mí?
Andrés suspiró al otro lado del teléfono. —No es el momento para reproches. Ella está enferma.
Pero para mí, siempre era el momento para reproches. Mi madre nunca fue cariñosa. Crecí viendo cómo le gritaba a mi papá hasta que él se fue una noche y nunca volvió. Después, todo fue peor: los silencios eternos, las miradas frías, los castigos injustos. Yo era la hija mayor y tenía que ser fuerte, tenía que cuidar a Andrés cuando ella no podía levantarse de la cama por la tristeza o el alcohol.
A veces pienso que nunca aprendí a ser hija; aprendí a ser madre de mi hermano y enemiga de mi propia madre.
La enfermedad llegó como un ladrón silencioso. Primero fueron los olvidos, luego las caídas, hasta que un día no pudo levantarse del sillón. El doctor dijo que era cáncer avanzado. Andrés dejó su trabajo en Monterrey para volver a casa y cuidarla. Yo me quedé en la ciudad, trabajando en una oficina gris donde nadie sabía nada de mi vida personal.
La familia empezó a murmurar:
—¿Por qué Mariana no viene?
—Es su madre, debería estar aquí.
—Andrés hace todo solo…
No sabían nada. Nadie sabía lo que era vivir con ella.
Una noche, después de otra llamada desesperada de Andrés, fui a verla. La casa olía a humedad y medicamentos. Mamá estaba en la cama, más pequeña que nunca, los ojos hundidos en un rostro que ya no reconocía.
—Hola, mamá —dije sin acercarme demasiado.
Ella me miró con una mezcla de esperanza y miedo.
—¿Te vas a quedar?
No supe qué decirle. Sentí ganas de llorar y de gritarle todo lo que me había guardado durante años: el dolor, el abandono, el resentimiento. Pero solo dije:
—Vine porque Andrés me lo pidió.
Ella bajó la mirada y murmuró:
—Siempre fuiste tan dura conmigo…
Me dieron ganas de reírme. ¿Dura yo? ¿Después de todo lo que me hizo pasar?
Esa noche dormí en el sillón. Escuché sus quejidos durante horas, pero no fui a verla. Andrés se levantó varias veces para atenderla. Al amanecer me fui sin despedirme.
En el trabajo no podía concentrarme. Las palabras de mi madre me perseguían: «Siempre fuiste tan dura conmigo». ¿Y ella? ¿Alguna vez pensó en lo dura que fue conmigo?
Un día recibí un mensaje de Andrés: «Mamá pregunta por ti todos los días».
No respondí. Me sentía atrapada entre el deber y el rencor.
Una tarde lluviosa, mi tía Rosa vino a buscarme al trabajo.
—Mariana, tu mamá está muy mal. Si quieres despedirte, es ahora.
Fui al hospital con el corazón hecho trizas. Mamá estaba inconsciente, rodeada de máquinas y tubos. Andrés sostenía su mano.
—Llegaste tarde —me dijo sin mirarme.
Me acerqué a la cama y vi a mi madre como nunca antes: frágil, indefensa, casi una niña perdida.
—Mamá… —susurré— perdóname por no saber cómo cuidarte.
No sé si me escuchó. No sé si alguna vez entendió mi dolor.
Esa noche lloré como no lo hacía desde niña. Lloré por todo lo que no fue, por todo lo que pudo haber sido.
Hoy mi madre ya no está. Andrés y yo apenas hablamos; algo se rompió entre nosotros también. La familia sigue murmurando sobre mí: «La hija ingrata», dicen algunos; otros me miran con lástima.
Pero nadie sabe lo difícil que es perdonar cuando las heridas siguen abiertas.
A veces me pregunto: ¿Es obligación cuidar a quien nunca supo cuidar de ti? ¿O es posible romper el ciclo del rencor antes de que sea demasiado tarde?