Entre el Silencio y el Grito: El Dolor de una Madre Mexicana
—¡No te metas, mamá!— gritó Santiago, mi único hijo, mientras la puerta se cerraba de golpe y el eco retumbaba en mi pecho como un disparo. Me quedé allí, en el pasillo de nuestro departamento en la Narvarte, con las manos temblorosas y el corazón hecho trizas. ¿En qué momento me convertí en una extraña para él? ¿Cuándo fue que Mariana, su esposa, logró poner ese muro entre nosotros?
Recuerdo la primera vez que la trajo a casa. Era una tarde lluviosa de septiembre y Santiago llegó empapado, con ella de la mano. Mariana tenía esa sonrisa perfecta y palabras dulces, pero sus ojos… sus ojos nunca me miraron de frente. Desde entonces, algo en mi instinto de madre me decía que debía estar alerta. Pero ¿quién soy yo para juzgar? En México, nos enseñan a las madres a callar, a no meternos en los matrimonios de los hijos. Pero también nos enseñan a protegerlos con uñas y dientes.
Los primeros meses todo parecía normal. Santiago venía a comer los domingos, Mariana se sentaba a mi lado y me ayudaba a servir el pozole. Pero poco a poco, él empezó a cambiar. Llegaba cansado, distraído, con ojeras profundas y una sonrisa forzada. Mariana ya no venía; decía que tenía mucho trabajo o que no se sentía bien. Un día, mientras lavaba los trastes, escuché sin querer una conversación entre ellos por teléfono:
—¿Por qué tienes que ir con tu mamá cada semana?— le reclamó Mariana.
—Es mi mamá… sólo quiero verla— respondió él, con voz apagada.
—Pues si tanto la quieres, vete a vivir con ella.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Qué clase de amor es ese que te aleja de tu propia sangre? Empecé a notar cosas: Santiago ya no traía ropa limpia, olía a cigarro aunque nunca fumó, y una vez vi un moretón en su brazo. Cuando le pregunté, bajó la mirada y murmuró que se había golpeado en el metro.
Mi hermana Lucía me decía que no me metiera. «Déjalos, Magda. Así son los jóvenes ahora. Si te metes, lo pierdes para siempre.» Pero yo no podía dormir. Soñaba con Santiago de niño, corriendo por el parque México, riendo mientras yo lo perseguía. ¿Cómo podía quedarme callada viendo cómo se apagaba su luz?
Una tarde de diciembre, después de la posada familiar, Santiago llegó solo. Se sentó en la mesa y rompió a llorar como cuando era niño. Me abrazó fuerte y me susurró: «Mamá, no sé qué hacer. Mariana me grita todo el tiempo, dice que soy un inútil… A veces pienso que tiene razón.» Sentí rabia e impotencia. Quise decirle que Mariana era una manipuladora, que él merecía algo mejor. Pero sólo lo abracé y le dije: «Tú vales mucho, hijo. No dejes que nadie te haga sentir menos.»
Después de esa noche, Mariana vino a buscarlo a casa. Tocó la puerta con fuerza y entró sin saludarme.
—¿Dónde está Santiago?— preguntó con voz fría.
—Está descansando— respondí.
—Dígale que lo espero abajo.— Y salió como si yo fuera invisible.
Esa noche discutieron en la calle. Los vecinos escucharon gritos y golpes. Santiago subió solo, con los ojos hinchados y la voz quebrada: «No digas nada, mamá. Por favor.» Me sentí tan impotente… Quise llamar a la policía, pero él me lo prohibió.
Pasaron semanas sin saber de él. Mariana bloqueó mi número y Santiago dejó de contestar mis mensajes. Me sentía morir cada día; mi casa vacía era un eco de recuerdos felices. Empecé a rezar más fuerte que nunca, pidiéndole a la Virgen de Guadalupe que protegiera a mi hijo.
Un día recibí una llamada del hospital general: Santiago había tenido una crisis nerviosa en el trabajo y lo habían internado por ansiedad severa. Corrí al hospital con el corazón en la mano. Cuando llegué, Mariana estaba ahí, fingiendo preocupación ante los médicos.
—¿Por qué no me avisaste?— le reclamé.
—No es asunto suyo.— Me miró con desprecio.
Entré al cuarto de Santiago y lo vi tan frágil, tan pequeño en esa cama blanca… Le tomé la mano y lloré en silencio.
—Mamá… ¿qué hago? Tengo miedo de perderlo todo si la dejo.—
Quise gritarle que ya lo había perdido casi todo: su alegría, su salud, su dignidad. Pero sólo le dije: «Lo más importante eres tú, hijo. Nadie merece vivir así.» Él asintió con lágrimas en los ojos.
Después del alta médica, Santiago decidió quedarse unos días conmigo. Mariana llamaba cada hora exigiendo que regresara o amenazando con denunciarme por entrometida. Mi hermana Lucía vino a apoyarme; juntas cocinamos su comida favorita y tratamos de devolverle algo de paz.
Una noche, mientras cenábamos sopa de fideo y tortillas recién hechas, Santiago habló:
—Mamá… ¿y si nunca puedo ser feliz? ¿Y si estoy condenado a esto porque no supe elegir bien?
Le respondí con todo el amor del mundo:
—La felicidad no depende de nadie más que de ti mismo. No tengas miedo de empezar de nuevo.
Hoy sigo temiendo perderlo si le insisto demasiado o si enfrento a Mariana directamente. Pero también sé que callar es ser cómplice del dolor de mi hijo. ¿Qué harían ustedes en mi lugar? ¿Hasta dónde debe llegar una madre por proteger a su hijo sin perderlo para siempre?