Entre el Silencio y el Perdón: La Historia de una Madre Mexicana en Monterrey
—¿Por qué no me contestas los mensajes, Daniel? —le pregunté, la voz temblorosa, mientras él evitaba mirarme y Mariana, su esposa, fingía revisar su celular en la sala de mi propia casa. El silencio era tan denso que podía sentirlo apretándome el pecho. Había preparado su platillo favorito, enchiladas rojas como las que le hacía cuando era niño en nuestra casa de la colonia Independencia, pero él apenas probó bocado.
—Mamá, no empieces —dijo Daniel al fin, con ese tono cansado que me dolía más que cualquier grito. Mariana levantó la vista y me lanzó una mirada fría, como si yo fuera una intrusa en mi propio hogar.
No era la primera vez que sentía esa distancia. Desde que Daniel se casó con Mariana, todo cambió. Antes me llamaba cada semana, venía a desayunar los domingos y hasta me pedía consejos para arreglar su carro. Ahora, apenas lo veía en Navidad y su cumpleaños. Mariana siempre tenía una excusa: que estaban ocupados, que tenían compromisos con su familia, que Daniel necesitaba descansar.
A veces me preguntaba si yo había hecho algo mal. ¿Había sido demasiado estricta cuando era niño? ¿O demasiado blanda? Recordaba las noches en que trabajaba doble turno en la fábrica para pagarle la universidad, los días en que le preparaba lonches y le dejaba notitas de ánimo en la mochila. Pero también recordaba las veces que discutimos porque él quería estudiar música y yo insistía en que eligiera ingeniería. «La música no da de comer», le decía. Quizá ahí empezó a crecer la grieta entre nosotros.
Una tarde de lluvia, hace un año, Mariana me llamó para decirme que no fuera a su casa sin avisar. «Es que Daniel está muy cansado del trabajo y necesita descansar los fines de semana», dijo con voz cortante. Sentí cómo se me rompía algo por dentro. Desde entonces, cada vez que quería ver a mi hijo tenía que pedir permiso, como si fuera una extraña.
Mi hermana Lupita me decía: «No te metas tanto, déjalos vivir su vida». Pero ¿cómo dejar de preocuparme por mi hijo? ¿Cómo resignarme a perderlo? En el barrio todos sabían lo mucho que lo quería. Las vecinas me preguntaban por él y yo fingía una sonrisa: «Está bien, trabajando mucho».
Una noche no pude más y le marqué a Daniel. Contestó Mariana.
—¿Bueno?
—Hola, Mariana. ¿Está Daniel?
—Está ocupado. ¿Le digo algo?
—Solo quería saludarlo…
—Te llamamos luego.
Nunca llamaron.
El día de su cumpleaños número treinta, preparé un pastel de tres leches y fui a su casa sin avisar. Mariana abrió la puerta apenas unos centímetros.
—¿Qué haces aquí? —preguntó.
—Vengo a ver a mi hijo. Es su cumpleaños.
—No es buen momento.
Sentí la humillación arderme en las mejillas mientras regresaba a casa con el pastel intacto. Esa noche lloré como no lo hacía desde que murió mi esposo.
Pasaron los meses y la distancia creció. Empecé a escuchar rumores: que Mariana no quería que Daniel tuviera contacto conmigo porque decía que yo era «controladora» y «metiche». Me dolió escuchar esas palabras, pero más me dolía pensar que mi hijo pudiera creerlas.
Un día, Daniel vino solo a verme. Lo noté más delgado, ojeroso.
—Mamá… —dijo, bajando la mirada—. No quiero pelear.
—Yo tampoco, mijo —le respondí, conteniendo las lágrimas—. Solo quiero saber si estás bien.
Se sentó a mi lado y por un momento volvió a ser el niño que corría por el patio trasero persiguiendo mariposas.
—Mariana dice que te metes mucho en nuestra vida —confesó—. Que deberías darnos espacio.
—¿Eso piensas tú?
Daniel dudó antes de responder:
—No sé… A veces siento que estoy entre ustedes dos y no sé qué hacer.
Me dolió escucharlo, pero entendí que él también sufría. Le tomé la mano y le dije:
—Solo quiero verte feliz. Si necesitas espacio, te lo doy. Pero nunca olvides que aquí tienes tu casa… y a tu mamá.
Se fue sin prometer nada. Desde entonces lo veo menos, pero cada vez que lo hago trato de no reclamarle nada. Aprendí a amar en silencio, a esperar sin exigir.
A veces me pregunto si hice bien en ceder tanto espacio o si debí luchar más por él. ¿Cuántas madres mexicanas han sentido este vacío? ¿Cuántas han tenido que ver cómo sus hijos se alejan por influencia de alguien más? El amor de madre es tan grande como el dolor de perder ese lazo.
Hoy miro una foto de Daniel cuando era niño y me pregunto: ¿Volverá algún día a buscarme como antes? ¿O este silencio será el precio de haberlo amado tanto?
¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Hasta dónde debe llegar el amor de una madre sin perderse a sí misma?