Entre el Silencio y la Tormenta: Diario de un Divorcio en Lima
—¿Papá, te vas a quedar conmigo o te vas a ir con mamá?
La voz de Valeria, mi hija de nueve años, retumba en mi cabeza como un eco imposible de callar. Estoy sentado en el borde de su cama, en nuestro pequeño departamento en Lima, mientras afuera la ciudad sigue su curso indiferente. El reloj marca las once y media de la noche y Lucía, mi esposa —¿o debería decir mi ex?—, está en la sala, llorando en silencio. Yo también quisiera llorar, pero no puedo. No ahora. No frente a Valeria.
Hace meses que el amor entre Lucía y yo se fue apagando. Al principio eran solo discusiones pequeñas: que si no lavé los platos, que si llegué tarde del trabajo, que si ella se olvidó de comprar el pan. Pero poco a poco, esas discusiones se convirtieron en silencios largos y pesados, como si cada palabra fuera una piedra más sobre nuestro matrimonio. Ya no éramos pareja; éramos dos extraños compartiendo el mismo techo.
Recuerdo la última vez que reímos juntos. Fue hace un año, en el cumpleaños de Valeria. Lucía preparó una torta de chocolate y yo decoré la sala con globos. Nos miramos y sonreímos como antes. Pero esa chispa duró poco. La rutina volvió a instalarse, implacable.
Una noche, después de cenar en silencio, Lucía me miró con los ojos rojos y me dijo:
—No puedo más, Javier. Esto no es vida para ninguno de los tres.
No respondí. Solo asentí. Sabía que tenía razón. Pero escucharla decirlo fue como sentir un puñal en el pecho.
Desde entonces, todo fue peor. Dormíamos en cuartos separados. Valeria empezó a notar el cambio y se volvió más callada. Un día la encontré llorando en el baño. Me abrazó fuerte y me dijo:
—No quiero que se separen.
¿Qué podía decirle? ¿Que los adultos también se cansan? ¿Que el amor no siempre dura para siempre? No tuve valor.
Mis padres siempre decían que el matrimonio era para toda la vida. Que uno debía aguantar por los hijos. Pero yo veía cómo Lucía sufría y cómo yo me convertía en una sombra de mí mismo. ¿De qué servía seguir juntos si ya no éramos felices?
La gota que colmó el vaso fue una tarde de domingo. Lucía y yo discutimos por una tontería —el dinero, como siempre— y Valeria nos gritó que paráramos. Se tapó los oídos y salió corriendo al parque del edificio. Corrí tras ella y la encontré sentada en un columpio, mirando al suelo.
—¿Por qué pelean tanto? —me preguntó sin mirarme.
No supe qué responderle.
Esa noche, Lucía y yo hablamos por última vez como pareja. Decidimos separarnos. No hubo gritos ni reproches; solo lágrimas y resignación.
Ahora estamos aquí, en este limbo extraño donde nadie sabe qué hacer ni qué decir. Lucía quiere mudarse con su madre a Arequipa y llevarse a Valeria. Yo quiero quedarme en Lima; aquí está mi trabajo, mi vida entera. Pero ¿cómo separarme de mi hija?
—Papá, ¿por qué ya no quieres a mamá? —me pregunta Valeria mientras le acaricio el cabello.
—No es que no la quiera, hijita —le digo con la voz temblorosa—. A veces los adultos se cansan de pelear y deciden vivir separados para estar mejor.
—¿Y yo? ¿Con quién me voy a quedar?
Siento un nudo en la garganta. ¿Cómo explicarle que ninguna decisión será justa para ella?
Esa noche no duermo. Escucho a Lucía llorar en la sala y pienso en todo lo que hemos perdido: los sueños, las promesas, las risas compartidas. Pienso en mis padres, en cómo me juzgarán por no haber «aguantado» como ellos decían. Pienso en Valeria y en su mirada triste.
Al día siguiente, Lucía me dice que ya habló con su mamá y que puede irse a Arequipa cuando quiera.
—¿Y Valeria? —pregunto con voz ronca.
—Tú sabes que allá estará mejor —me responde sin mirarme—. Aquí todo le recuerda lo mal que estamos.
Discutimos durante horas. Yo le digo que no puede llevársela así nomás; ella me dice que no puedo cuidarla solo porque trabajo todo el día. Al final, acordamos hablar con Valeria y dejar que ella decida.
Esa tarde nos sentamos los tres en la mesa del comedor. Valeria juega con sus manos nerviosa.
—Hijita —le dice Lucía—, papá y yo vamos a vivir separados. Yo me iré a Arequipa con la abuela y papá se quedará aquí por su trabajo. Queremos saber contigo con quién prefieres quedarte.
Valeria nos mira a los dos con lágrimas en los ojos.
—No quiero elegir —susurra—. Quiero estar con los dos.
Mi corazón se rompe en mil pedazos.
Pasamos días así, sin saber qué hacer. Los abuelos llaman desde Trujillo para darme consejos; mis amigos del trabajo me dicen que luche por la custodia; Lucía recibe mensajes de sus hermanas apoyándola desde Arequipa. Todos opinan, pero nadie entiende lo que sentimos nosotros tres.
Una noche, mientras ceno solo porque Lucía salió a caminar para despejarse, Valeria se sienta a mi lado.
—Papá —me dice—, si tú te quedas aquí… ¿puedo quedarme contigo?
La abrazo fuerte y le prometo que haré todo lo posible para que así sea.
Pero nada es fácil en este país donde los trámites son eternos y las leyes parecen hechas para complicar la vida de la gente común. Empezamos un proceso legal doloroso; abogados, audiencias, psicólogos entrevistando a Valeria para saber si está bien emocionalmente.
Lucía y yo nos miramos desde lejos en cada audiencia; ya no hay odio, solo cansancio y tristeza.
Un día recibo una llamada del colegio: Valeria tuvo una crisis de ansiedad y tuvieron que llevarla a la enfermería. Corro al colegio y la encuentro temblando, abrazada a su profesora.
—Papá… no quiero perderlos —me dice entre sollozos.
Esa noche hablo con Lucía hasta el amanecer. Decidimos buscar ayuda profesional; vamos juntos a terapia familiar aunque ya no seamos pareja. Queremos ser buenos padres aunque hayamos fallado como esposos.
Pasan los meses y poco a poco aprendemos a convivir con nuestra nueva realidad: compartimos tiempos con Valeria; algunos fines de semana ella va a Arequipa con su mamá; otros se queda conmigo en Lima. No es perfecto, pero es lo mejor que podemos hacer.
A veces me pregunto si tomé la decisión correcta. Si debí luchar más por mi matrimonio o si hice bien al priorizar la paz de todos sobre una unión rota por dentro.
Hoy Valeria sonríe más seguido; ya no llora todas las noches ni pregunta por qué todo cambió. Yo sigo extrañando lo que fuimos alguna vez, pero agradezco poder seguir siendo su papá presente.
¿Vale la pena sacrificar tu propia felicidad por mantener una familia unida? ¿O es mejor aceptar cuando el amor se acaba y buscar una nueva forma de ser familia? No tengo respuestas… pero sigo buscando.