Entre Fuegos Artificiales y Silencios: Un Año Nuevo en Disputa

—¿Otra vez con lo mismo, Lucía? —La voz de Andrés retumbó en la cocina, mezclándose con el aroma del arroz con leche que removía distraída—. ¡Es Año Nuevo! ¿Por qué no puedes disfrutarlo como todos?

Apreté la cuchara de madera con fuerza. Afuera, los petardos ya comenzaban a estallar, y los vecinos de la cuadra en Barranquilla se saludaban a gritos desde los balcones. Pero dentro de mí, el bullicio solo aumentaba el vacío. No era la primera vez que discutíamos por esto. Andrés quería llenar la casa de amigos, música vallenata a todo volumen y risas hasta el amanecer. Yo solo deseaba una noche tranquila, tal vez una cena sencilla con mi mamá y nuestra hija Camila, ver las luces desde la terraza y abrazarnos fuerte cuando dieran las doce.

—No es que no quiera disfrutarlo —le respondí, bajando la voz para que Camila no escuchara—. Es que estoy cansada, Andrés. Este año fue pesado. Solo quiero algo íntimo, sin tener que sonreírle a medio barrio.

Él bufó, se pasó la mano por el cabello y me miró como si no me reconociera.

—Siempre es lo mismo contigo. ¿Por qué tienes que arruinarlo todo?

Sentí el golpe de sus palabras en el pecho. Me giré para que no viera mis ojos húmedos. Recordé cuando nos conocimos en la universidad: él era el alma de las fiestas, yo la que prefería leer en un rincón. Pensé que los opuestos se atraían, pero nunca imaginé que esa diferencia sería una grieta tan profunda.

La tarde avanzó entre silencios tensos. Andrés llamó a sus amigos: “¡Sí, vengan todos! Lucía está preparando algo rico”. Yo apreté los dientes. No era justo. Nadie me preguntó si quería ser la anfitriona de veinte personas cuando apenas podía con mi propio cansancio.

Mi mamá llegó temprano, con su vestido azul cielo y su sonrisa cansada. Me abrazó fuerte.

—¿Todo bien, mi niña?

Negué con la cabeza, pero no dije nada. Ella entendió. Siempre entiende.

A las nueve, la casa ya estaba llena de voces y música. Camila corría entre los adultos con serpentinas en el cabello. Andrés bailaba con sus amigos, cerveza en mano. Yo servía platos, recogía vasos vacíos y fingía sonrisas para no arruinarle la noche a nadie más.

En un momento, me refugié en el patio trasero. El aire fresco me golpeó la cara y sentí las lágrimas correr sin control. ¿En qué momento me perdí? ¿Cuándo dejé de ser Lucía para convertirme solo en “la esposa de Andrés”? Pensé en mis sueños: terminar mi maestría, abrir mi propio café literario… Todos aplazados por cuidar a Camila, por apoyar a Andrés en su trabajo, por ser la anfitriona perfecta cada vez que él lo pedía.

Mi mamá se acercó en silencio y me abrazó por detrás.

—No tienes que cargar con todo tú sola —susurró—. Habla con él, Lucía. No te pierdas por amor.

La medianoche se acercaba y sentí una mezcla de rabia y tristeza. Volví adentro justo cuando comenzaban la cuenta regresiva. Andrés me buscó con la mirada y me jaló hacia él para el abrazo de Año Nuevo. Su aliento olía a ron barato.

—¡Feliz año, amor! —gritó, besándome torpemente frente a todos.

Yo apenas pude sonreír. Miré a Camila, que saltaba feliz entre los fuegos artificiales del televisor. Pensé en lo fácil que era para ella disfrutar el momento, sin preocuparse por complacer a nadie más.

Cuando los invitados se fueron —dejando tras de sí platos sucios y confeti pegado al suelo—, Andrés quiso abrazarme en la cama como si nada hubiera pasado.

—¿Por qué estás así? —preguntó molesto—. Todo salió bien.

Me senté al borde de la cama y lo miré a los ojos por primera vez en toda la noche.

—No salió bien para mí —le dije con voz temblorosa—. Yo también existo, Andrés. Yo también tengo deseos.

Él guardó silencio por un momento, sorprendido quizás de escucharme hablar tan claro.

—¿Y qué quieres entonces? ¿Que nunca más invite a nadie?

Negué con la cabeza.

—Quiero que me escuches. Que entiendas que no siempre quiero lo mismo que tú. Que podamos encontrar un punto medio… o al menos intentarlo.

Andrés suspiró y se tapó el rostro con las manos.

—No sé si puedo cambiar —admitió—. Así soy yo.

Sentí un frío recorrerme la espalda. ¿Y si nunca cambiaba? ¿Y si yo seguía cediendo hasta olvidarme por completo?

Esa noche dormí poco. Miré a Camila mientras dormía y pensé en el ejemplo que le estaba dando: una madre que calla para evitar conflictos, una mujer que se borra para sostener una familia.

Al amanecer, salí al balcón con una taza de café y vi cómo el sol iluminaba los restos de pólvora en la calle. Mi mamá se sentó a mi lado y me tomó la mano.

—A veces amar también es saber decir basta —me dijo—. No te olvides de ti misma este año, Lucía.

Miré el horizonte y sentí una mezcla de miedo y esperanza. ¿Cuántas mujeres habrán sentido lo mismo esta noche? ¿Cuántas veces hemos callado nuestros deseos por miedo a perder lo poco que tenemos?

¿Será posible amar sin dejar de ser una misma? ¿O estamos condenadas a elegir entre nuestra felicidad y la paz del hogar?

¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?