Entre la ciudad y el campo: el eco de un adiós

—¿Por qué volviste tan pronto, hija? —La voz de mi abuela Rosa me recibió en la puerta de la casa, mientras el sol caía sobre los surcos del maíz. Mi madre, con los ojos hinchados y la maleta en la mano, no respondió. Yo, con apenas tres años, solo apretaba su falda, sintiendo el temblor de su cuerpo.

Nunca supe por qué mi mamá y mi papá se separaron. Nadie me lo explicó. Solo recuerdo el silencio espeso en el autobús que nos trajo de regreso al pueblo, el olor a tierra mojada y el murmullo de las vecinas cuando nos vieron llegar. «Pobrecita la niña», decían. «Tan chiquita y ya sin papá».

Crecí entre mujeres: mi abuela Rosa, mi tía Lucía y mi madre, Mariana. En la casa grande de adobe, los hombres eran solo recuerdos en fotos amarillentas o nombres que se decían en voz baja. Mi abuelo había muerto antes de que yo naciera; mi tío se fue a Estados Unidos y nunca volvió. Y mi papá… bueno, de él solo quedaba una carta arrugada que mi mamá guardaba en una caja de galletas.

A veces, en las noches calurosas, escuchaba a mi madre llorar en la cocina. Mi abuela le decía:
—Ya, hija, no llores más por ese hombre. Aquí tienes a tu niña, aquí tienes tu casa.
Pero yo sabía que el dolor no se iba tan fácil. Lo veía en sus ojos cada vez que alguien preguntaba por mi papá.

En la escuela, los niños me miraban raro cuando decía que vivía solo con mi mamá y mi abuela. «¿Y tu papá?», preguntaban. Yo inventaba historias: que era marinero, que estaba trabajando lejos, que volvería pronto con regalos. Pero en el fondo sabía que era mentira.

Un día, cuando tenía siete años, encontré a mi madre sentada en el patio, mirando una foto vieja. Me acerqué despacio y le pregunté:
—Mamá, ¿por qué mi papá no está con nosotras?
Ella me miró largo rato antes de responder:
—A veces las personas no pueden estar juntas aunque se quieran mucho, hija. No es culpa tuya ni mía. Simplemente… así pasó.
No entendí nada en ese momento, pero sentí una tristeza profunda que me acompañó durante años.

El pueblo era pequeño y todos sabían todo de todos. Las vecinas cuchicheaban cuando pasábamos por la plaza:
—Dicen que Mariana regresó porque su marido la dejó por otra.
—No, hombre, fue ella la que se cansó de la vida en la ciudad.
Yo escuchaba esos rumores y me dolía no saber la verdad. ¿Por qué nadie me lo decía? ¿Por qué los adultos guardan tantos secretos?

Mi abuela era dura pero justa. Me enseñó a sembrar frijol y a ordeñar la vaca. Decía que una mujer debía ser fuerte y no depender de nadie. Pero yo soñaba con ver a mi papá algún día, con preguntarle por qué no vino a buscarnos.

Cuando cumplí doce años, llegó una carta desde la ciudad. Era de él. Mi madre la leyó en silencio y luego la rompió en pedacitos frente a mí.
—No necesitamos nada de ese hombre —dijo con rabia contenida.
Esa noche discutieron fuerte mi abuela y ella:
—Mariana, la niña tiene derecho a saber de su padre.
—¡No quiero que le haga daño! —gritó mi madre.
Me tapé los oídos pero igual escuché todo. Sentí rabia, tristeza y una soledad inmensa.

En la secundaria, empecé a rebelarme. Me escapaba a las fiestas del pueblo, me juntaba con chicos mayores. Quería sentirme libre, olvidar ese vacío que me quemaba por dentro. Una noche llegué tarde y mi madre me esperaba despierta:
—¿Por qué haces esto? —me preguntó llorando.
—¡Porque no soporto esta vida! ¡Porque quiero saber quién soy!
Ella me abrazó fuerte y lloramos juntas hasta quedarnos dormidas.

Los años pasaron y aprendí a vivir con las preguntas sin respuesta. Mi madre trabajaba en el dispensario del pueblo; yo ayudaba a mi abuela en el campo. A veces pensaba en irme a buscar a mi papá, pero algo me detenía: el miedo a descubrir una verdad dolorosa o a no encontrar nada.

Un día, cuando tenía diecisiete años, llegó al pueblo un hombre alto y delgado. Traía una maleta vieja y una mirada triste. Era él. Mi padre.

Me temblaron las piernas cuando lo vi en la plaza. Se acercó despacio y me dijo:
—Wendy…
Nadie me llamaba así desde que era niña.
—¿Por qué viniste? —le pregunté con voz temblorosa.
—Porque nunca dejé de pensar en ti —respondió bajito.

Nos sentamos en una banca bajo el árbol de mango. Me contó su versión: que amaba a mi madre pero no supo cómo enfrentar los problemas; que se sintió perdido en la ciudad; que intentó escribirnos pero nunca recibió respuesta.

Sentí rabia y alivio al mismo tiempo. Quise abrazarlo y golpearlo a la vez. Le pregunté si tenía otra familia; dijo que no. Le pregunté si aún quería ser mi papá; lloró y asintió.

Esa noche discutieron fuerte mis padres en la cocina del pueblo:
—¿Por qué volviste ahora? —le gritó mi madre.
—Porque quiero conocer a mi hija —respondió él.
Yo escuchaba desde el pasillo, sintiendo que por fin algo se movía dentro de mí.

No fue fácil perdonarlo ni aceptarlo. Pero poco a poco fuimos hablando, caminando juntos por los senderos del pueblo, compartiendo historias y silencios incómodos. Mi madre seguía dolida pero aceptó que yo necesitaba conocerlo.

Hoy tengo veintitrés años y sigo viviendo en el pueblo. Mi padre viene a visitarme cada tanto; mi madre ha aprendido a dejar ir el rencor poco a poco. Yo sigo buscando respuestas pero ya no me duelen tanto las preguntas sin respuesta.

A veces me pregunto: ¿cuántos secretos guardan nuestras familias? ¿Cuántas historias quedan atrapadas entre silencios y miedos? ¿Vale más protegernos del dolor o permitirnos conocer toda la verdad?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Buscarían a ese padre ausente o dejarían el pasado atrás?