Entre la culpa y el amor: La decisión más difícil de mi vida

—¡No me lleves ahí, hijo!— gritó mi mamá, aferrándose al marco de la puerta con una fuerza que no le conocía. Sus ojos, antes tan vivos, ahora estaban llenos de miedo y súplica. Yo sentía que el corazón se me partía en mil pedazos, pero ya no podía más.

Me llamo Mauricio, tengo 38 años y vivo en Iztapalapa, Ciudad de México. Mi mamá, Doña Carmen, fue mi todo desde que mi papá nos dejó cuando yo tenía seis años. Ella trabajó limpiando casas y vendiendo tamales en la esquina para sacarme adelante. Siempre decía que yo era su orgullo, su razón de vivir. Pero la vida es cruel y hace dos años le diagnosticaron Alzheimer. Al principio eran solo olvidos pequeños: las llaves, el gas abierto, la leche hirviendo hasta derramarse. Pero luego vinieron las noches en vela porque ella quería salir a buscar a su mamá —mi abuela, muerta hace veinte años— o porque confundía el baño con la cocina.

Mi hermana menor, Lucía, vive en Puebla y apenas puede venir una vez al mes. Yo trabajo todo el día como repartidor y por las noches llegaba a casa agotado, solo para encontrarla llorando o hablando sola. Los vecinos empezaron a quejarse porque una vez casi incendia el departamento. El seguro social no cubría una enfermera y yo ya no podía pagarle a la señora Rosa, que venía a cuidarla por las tardes.

La última vez que se perdió —la encontramos en un mercado a tres kilómetros de casa, desorientada y sin zapatos— supe que algo tenía que cambiar. Pero nunca imaginé que tomar esa decisión me rompería tanto por dentro.

El día que la llevé al hogar “Casa Esperanza”, ella lloró como una niña. Me rogó que no la dejara ahí. “¿Por qué me haces esto, Mauricio? ¿Ya no me quieres?” Esas palabras me persiguen cada noche. La directora del lugar, Doña Patricia, trató de tranquilizarla: “Aquí va a estar bien cuidada, señora Carmen. Su hijo viene a verla cuando quiera.” Pero yo solo veía el reproche en los ojos de mi madre.

Las primeras semanas iba todos los días después del trabajo. A veces la encontraba tranquila, jugando lotería con otras señoras; otras veces estaba sentada sola en el jardín, mirando al vacío. Un día llegué y ella no me reconoció. Me preguntó si yo era su hermano. Sentí que me arrancaban el alma.

Lucía me llama seguido para preguntarme cómo está mamá, pero siempre termina llorando y culpándome: “¿Por qué no te esforzaste más? ¿Por qué no buscaste otra solución?” Yo también me lo pregunto cada noche mientras ceno solo en el departamento vacío. ¿De verdad hice todo lo posible? ¿O fui un cobarde por no poder con la carga?

Los domingos llevo pan dulce y jugo de naranja para compartir con ella en el patio del hogar. A veces hablamos de cosas del pasado: cuando íbamos al cine Alameda o cuando vendíamos tamales juntos en las mañanas frías de diciembre. Pero otras veces ella está ausente, perdida en sus recuerdos rotos.

Un día escuché a otra señora del hogar decirle a su hija: “Gracias por venir a verme, mija. No te preocupes por mí.” Sentí una punzada de celos y tristeza. ¿Por qué mi mamá no puede decirme eso? ¿Por qué siento que la traicioné?

He intentado hablar con otros familiares en la sala de visitas. Todos cargamos culpas parecidas: un señor que dejó a su papá porque ya no podía bañarlo solo; una joven que llora porque su abuela ya no la reconoce; una mujer mayor que dice que su esposo la culpa por haberlo dejado ahí. Nos miramos con vergüenza y alivio compartido.

A veces sueño que vuelvo a casa y encuentro a mi mamá esperándome con café caliente y pan recién hecho. Pero despierto y solo hay silencio.

Hace poco Lucía vino a visitarnos y discutimos fuerte:
—Tú solo piensas en tu comodidad —me gritó—. ¡Mamá te necesitaba!
—¡No digas eso! —le respondí—. ¡Tú ni siquiera estabas aquí cuando más la necesitábamos!
Lloramos los dos, abrazados en el pasillo del hogar, mientras mamá dormía en su cuarto.

La culpa es como una sombra que me sigue a todas partes. En el trabajo no puedo concentrarme; cuando veo a madres e hijos en la calle siento un nudo en la garganta. A veces pienso en sacarla del hogar y traerla de vuelta conmigo, pero sé que no podría cuidarla bien… y temo que algo peor le pase.

Una tarde lluviosa, mientras veía caer el agua desde la ventana del hogar, Doña Patricia se acercó:
—Mauricio, tu mamá está mejor atendida aquí. No te castigues tanto.
—Pero ella no es feliz —le dije—. Y yo tampoco.
Ella suspiró: —A veces amar es tomar decisiones dolorosas.

No sé si algún día podré perdonarme del todo. Solo sé que cada domingo sigo llevándole pan dulce y jugo de naranja, esperando que algún día me mire con los mismos ojos llenos de amor de antes.

¿Ustedes han pasado por algo así? ¿Cómo se vive con esta culpa? ¿Es posible volver a sentirse en paz después de tomar una decisión tan difícil?