Entre la Desconfianza y el Silencio: La Historia de una Suegra en Medellín

—¡No me mientas, doña Marta! Yo sé que usted fue la que se llevó el dinero de la alcancía. ¡No hay otra explicación!—. La voz de Juliana retumbó en mi pequeño apartamento, atravesando el altavoz de mi viejo celular como un cuchillo. Sentí que el aire se volvía denso, como si la ciudad entera de Medellín se hubiera detenido a escuchar esa acusación.

Me quedé callada unos segundos. El corazón me latía tan fuerte que temí que ella lo escuchara. ¿Cómo podía pensar eso de mí? Yo, que apenas entiendo cómo funciona este teléfono viejo, que guardo cada peso de mi pensión para poder comprarme uno nuevo, ¿cómo iba a robarle a mi propio hijo y a su esposa?

—Juliana, hija, yo jamás haría algo así. Si necesitas hablar, vení a mi casa. Pero no me acuses sin pruebas—, logré decirle con la voz temblorosa.

Ella soltó un bufido y colgó. Me quedé mirando la pantalla agrietada del celular, sintiendo una mezcla de rabia, tristeza y vergüenza. ¿En qué momento se rompió todo? Hace apenas una semana, Andrés, mi hijo, vino a verme. Lo noté raro, con los ojos cansados y la voz apagada.

—Mamá, Juliana y yo estamos mal. Ella no confía en mí. Dice que escondo cosas, que no le cuento todo lo que hago con el dinero…— me confesó mientras revolvía el café con la cucharita de siempre.

Le puse la mano en el hombro. —Hijo, los matrimonios pasan por momentos difíciles. Pero tienen que hablarse con sinceridad.

Él solo asintió y se fue temprano esa tarde. Ahora entiendo que ese era el principio del huracán que se avecinaba.

Desde que Andrés se casó con Juliana, las cosas no han sido fáciles. Ella viene de una familia distinta a la nuestra: su mamá es abogada, su papá tiene una ferretería grande en Envigado. Yo, en cambio, soy pensionada de una escuela pública y vivo sola desde que mi esposo murió hace seis años. Siempre sentí que Juliana me miraba como si yo fuera menos, como si mis consejos fueran anticuados o mis costumbres una carga.

Pero nunca imaginé que llegaría a acusarme de ladrona.

Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces a mirar por la ventana, viendo las luces lejanas del centro de Medellín. Pensé en llamar a Andrés, pero no quería meterlo más en problemas. ¿Y si él también dudaba de mí? ¿Y si su silencio era porque ya no confiaba en su propia madre?

Al día siguiente fui al supermercado del barrio. La señora Gloria me saludó como siempre:

—¿Cómo está, doña Marta? ¿Y su familia?

Sentí un nudo en la garganta. —Ahí vamos, Gloria… ahí vamos.

Mientras pagaba con las monedas justas, recordé cómo hace unos meses Juliana me pidió ayuda para cuidar a Samuelito, mi nieto. Yo fui feliz a su casa, le preparé arepas y jugamos a las escondidas. Samuelito me abrazó fuerte y me dijo: «Abuela, no te vayas nunca». ¿Cómo podía pensar Juliana que yo sería capaz de hacerles daño?

Esa tarde recibí un mensaje de Andrés: «Mamá, ¿podemos hablar?». Sentí alivio y miedo al mismo tiempo.

Cuando llegó, lo vi más flaco y ojeroso. Se sentó en el sofá sin mirarme a los ojos.

—Juliana está convencida de que usted tomó el dinero. Dice que nadie más pudo haber entrado al apartamento…

Me dolió escucharlo decir eso. —Andrés, hijo… yo nunca tocaría nada que no fuera mío. Vos me conocés.

Él bajó la cabeza. —Yo sé, mamá… pero ella está muy alterada. Dice que si no aparece el dinero va a ir a la policía.

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. La vergüenza era insoportable. ¿Qué dirían los vecinos si venían los policías a buscarme? ¿Qué pensaría Samuelito?

—¿Vos creés que yo fui capaz?— le pregunté casi en un susurro.

Andrés levantó la mirada y vi lágrimas en sus ojos. —No sé qué pensar… estoy entre las dos personas que más quiero y no sé a quién creerle.

En ese momento sentí que el mundo se partía en dos. Mi hijo estaba perdido entre el amor y la desconfianza; yo estaba sola frente a una acusación injusta; Juliana luchaba contra sus propios fantasmas.

Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Nadie me llamaba, nadie venía a verme. En el barrio empezaron los murmullos: «Dicen que doña Marta tuvo problemas con la nuera…», «Pobre Andrés, casarse con esa muchacha tan complicada…».

Una tarde decidí ir al apartamento de ellos. Toqué la puerta con las manos sudorosas. Me abrió Juliana con cara de pocos amigos.

—Solo vine a decirte que yo no tomé nada— le dije firme—. Si querés revisar mi bolso o mi casa, hacelo. Pero no voy a dejar que esta mentira destruya lo poco que nos queda como familia.

Ella me miró largo rato. Vi en sus ojos miedo y rabia mezclados.

—No hace falta— murmuró—. Ya apareció el dinero… Samuelito lo había metido en su caja de juguetes.

Sentí alivio y tristeza al mismo tiempo. Quise abrazarla pero ella se apartó.

Me fui caminando despacio por las calles empinadas del barrio, sintiendo el peso de los años y de las palabras no dichas.

Ahora todo parece volver a la normalidad pero nada es igual. Andrés me llama menos; Juliana apenas me saluda cuando nos vemos; Samuelito sigue corriendo hacia mí pero siento que algo se rompió para siempre.

A veces me pregunto: ¿cuánto daño puede hacer una mentira? ¿Cómo se reconstruye la confianza cuando ha sido herida por quienes más amamos? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?