Entre la Espinaca y el Asado: La Historia de Julián
—¡Si vuelvo a ver un pedazo de carne en esta casa, Julián, te juro que me voy con los chicos a lo de mi mamá!— gritó Camila desde la cocina, mientras yo escondía el olor a chorizo con un poco de perfume barato.
No era la primera vez que discutíamos por esto. Desde que Camila se hizo vegetariana, la casa cambió. Ya no olía a cebolla frita ni a grasa chisporroteando en la parrilla. Ahora todo era brócoli al vapor, quinoa insípida y jugos verdes que ni el perro quería probar. Pero yo… yo soy hijo de Don Ernesto, el hombre que hacía asados hasta los miércoles. ¿Cómo iba a traicionar esa herencia?
La primera vez que Camila trajo tofu a la mesa, mis hijos, Martina y Tomás, lo miraron como si fuera un alienígena. Yo intenté ser diplomático:
—¿Y si el domingo hacemos una excepción?— pregunté, con voz suave.
—¿Una excepción?— me respondió ella, cruzándose de brazos. —¿Sabés cuántos animales mueren por culpa de esas excepciones?
Ahí supe que estaba perdido.
Empezaron las escapadas. En la oficina, mis compañeros ya sabían: «Julián, ¿asado al mediodía?» Y allá íbamos, a la parrillita de Don Raúl, donde el humo era perfume y la grasa, caricia. Me sentía culpable, sí, pero también libre. Era como volver a ser chico, cuando mi viejo me enseñaba a dar vuelta la tira de asado sin pincharla.
Pero la culpa no tardó en alcanzarme. Una tarde, Martina me encontró lavando una camisa manchada de chimichurri.
—¿Otra vez fuiste a comer carne?— me preguntó, bajito.
—No le digas nada a mamá— le rogué.
Ella asintió, pero esa noche la vi llorar en su cuarto. Me partió el alma. ¿Qué ejemplo le estaba dando? ¿Que mentir está bien si es por un bife?
Las cosas empeoraron cuando Tomás empezó a rechazar la comida de Camila.
—¡Quiero milanesa!— gritaba en la mesa.
Camila se ponía pálida y yo sentía que todo se desmoronaba. Las cenas eran silenciosas, llenas de miradas acusadoras y platos apenas tocados.
Un domingo, mi suegra vino de visita. Apenas entró, olfateó el aire y preguntó:
—¿No hay olor a carne acá?
Camila me miró fijo. Yo bajé la cabeza. La tensión era tan densa que se podía cortar con cuchillo… de esos buenos para asado.
Esa noche discutimos fuerte. Camila lloraba y yo también. Ella decía que no la apoyaba en su lucha por un mundo mejor; yo le gritaba que estaba matando nuestras tradiciones. Los chicos escuchaban desde sus piezas.
Al día siguiente, fui al cementerio a visitar a mi viejo. Me senté junto a su tumba y le hablé:
—Viejo, ¿qué hago? No quiero perder a Camila ni a los chicos… pero tampoco quiero perderme a mí mismo.
Sentí el viento frío del sur y recordé sus palabras: «La familia es lo primero, Julián. Pero uno no puede vivir negando lo que es».
Volví a casa decidido a hablar con Camila. La encontré en la cocina, cortando zanahorias con furia.
—Cami… tenemos que encontrar un punto medio. No quiero pelear más por esto. Podemos tener días vegetarianos y días de asado. Que los chicos decidan qué quieren comer. No quiero mentir más ni verlos tristes.
Ella me miró largo rato. Sus ojos estaban rojos.
—No sé si puedo— susurró.—Pero tampoco quiero perderte.
Nos abrazamos fuerte. Fue un abrazo raro, lleno de miedo y esperanza al mismo tiempo.
Hoy las cosas no son perfectas. Hay domingos de asado y lunes de ensalada gigante. A veces discutimos todavía. Pero ya no hay secretos ni culpas escondidas entre servilletas.
A veces me pregunto: ¿cuánto estamos dispuestos a cambiar por amor? ¿Y cuánto podemos ceder sin dejar de ser nosotros mismos? ¿Ustedes qué harían?