Entre la lealtad y el deber: El día que elegí a mi perro sobre mi suegra

—¡No puedo creerlo, Mariana! ¿De verdad prefieres quedarte con ese animal en vez de venir a celebrar mi cumpleaños? —La voz de Doña Carmen retumbó en el altavoz del celular, tan fuerte que hasta mi perro, Simón, levantó la cabeza desde su rincón en la sala.

Yo estaba sentada en el suelo, junto a Simón, acariciando su pelaje grisáceo y sintiendo cómo su respiración se hacía cada vez más pesada. El veterinario ya había sido claro: “No hay mucho por hacer, Mariana. Acompáñalo, que no sufra solo”.

Pero para Doña Carmen, mi suegra, nada de eso importaba. Su cumpleaños número sesenta era el evento del año en la familia González y yo, la nuera argentina que nunca terminaba de encajar del todo en esta familia mexicana, tenía la obligación de estar ahí. No importaba que Simón hubiera sido mi único compañero durante los años más duros de mi vida, cuando llegué sola a Ciudad de México sin conocer a nadie.

—Doña Carmen, por favor… Simón está muy mal. No puedo dejarlo solo —intenté explicarle con voz temblorosa.

—¡Eso no es excusa! ¡No tienes respeto por esta familia! —me interrumpió—. ¡Por eso nunca serás una verdadera González!

Colgó antes de que pudiera decir algo más. Me quedé mirando el teléfono, sintiendo una mezcla de rabia y tristeza. Afuera llovía con fuerza, como si el cielo también estuviera de luto por Simón.

Mi esposo, Andrés, estaba en la cocina preparando café. Había escuchado toda la conversación y se acercó en silencio, poniendo una mano en mi hombro.

—¿Quieres que vaya yo solo? —preguntó con cautela.

Negué con la cabeza. No quería estar sola esa noche. Andrés entendía lo que Simón significaba para mí; él mismo lo había rescatado de la calle cuando apenas éramos novios y yo lloraba cada noche extrañando a mi familia en Buenos Aires.

Las horas pasaron lentas. Simón jadeaba, sus ojos vidriosos buscaban los míos. Le hablé bajito, le conté historias de cuando corríamos juntos por el parque de Chapultepec, de las veces que me salvó del silencio y la soledad. Cuando finalmente se fue, sentí que una parte de mí se apagaba con él.

No sé cuánto tiempo estuve llorando. Andrés me abrazó fuerte y no dijo nada; a veces el silencio es el único consuelo posible.

Al día siguiente, el grupo familiar de WhatsApp era un campo de batalla. Mi cuñada Lucía escribió: “No puedo creer que Mariana no haya venido. Mamá está destrozada”. Mi suegro sólo mandó un emoji de desaprobación. Nadie preguntó cómo estaba yo.

Intenté explicarme: “Simón era parte de mi familia. No podía dejarlo solo en sus últimos momentos”.

La respuesta de Doña Carmen fue inmediata: “Eso demuestra lo poco que te importa esta familia. Un perro no es más importante que una madre”.

Me sentí invisible. ¿Por qué nadie entendía? En Argentina, mi abuela siempre decía que los animales son ángeles sin alas. Aquí, parecía que mi dolor era ridículo.

Andrés intentó mediar: “Mamá, entiéndela. Simón era muy importante para Mariana”.

Pero Doña Carmen no cedía: “¡Eso no justifica faltar al respeto! ¡En esta casa la familia es primero!”

Los días siguientes fueron un infierno. Andrés iba a casa de sus padres solo; yo me quedaba en el departamento vacío, recogiendo los juguetes de Simón y llorando en silencio. Mis amigas del trabajo me apoyaban: “Hiciste lo correcto”, decían. Pero la culpa me carcomía por dentro.

Una tarde, Lucía vino a buscar unas cosas que Andrés había olvidado en casa de sus padres. Apenas cruzó la puerta me miró con frialdad.

—¿De verdad crees que un perro vale más que mi mamá? —me espetó sin rodeos.

—No es eso… —intenté responder—. Es que Simón era mi familia también.

—Pues aquí las cosas son diferentes —dijo tajante—. Aquí la familia es sagrada.

Me quedé pensando en eso mucho tiempo después de que se fuera. ¿Era yo tan diferente? ¿Tan extranjera todavía?

Pasaron semanas antes de que Doña Carmen me hablara otra vez. Fue en Navidad, cuando Andrés insistió en que debíamos pasar la cena juntos para intentar sanar las heridas.

La tensión era palpable desde que llegamos. Doña Carmen apenas me miraba; Lucía me ignoraba por completo. Sólo mi suegro intentó romper el hielo:

—¿Y cómo estás, Mariana? —preguntó con voz amable.

—Extrañando mucho a Simón —respondí bajito.

Doña Carmen bufó y dejó caer los cubiertos sobre el plato.

—Bueno, ya pasó —dijo seca—. Ahora deberías preocuparte por los vivos.

Andrés apretó mi mano bajo la mesa. Yo sentí las lágrimas subir otra vez pero me obligué a sonreír.

Después de la cena, mientras todos brindaban por el año nuevo, Doña Carmen se acercó a mí en la cocina.

—Mira, Mariana —dijo sin mirarme a los ojos—. Yo no entiendo tu apego por ese animal… pero Andrés te quiere y tú eres parte de esta familia. No quiero más problemas.

No era un perdón ni una reconciliación real, pero era lo más cercano a una tregua que podía esperar.

Esa noche, al volver a casa, Andrés me abrazó fuerte y me susurró al oído:

—Gracias por aguantar todo esto conmigo.

Me quedé mirando el techo oscuro del departamento y pensé en todo lo que había perdido y ganado desde que llegué a México: una nueva vida, un amor verdadero… y ahora también una herida difícil de cerrar.

A veces me pregunto si alguna vez podré ser realmente parte de esta familia o si siempre seré «la extranjera que prefirió un perro». ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿La lealtad a un animal puede ser tan fuerte como la lealtad familiar?