Entre la nostalgia y el desarraigo: la decisión que partió mi familia

—Mamá, por favor, piénsalo una vez más. No quiero dejarte sola aquí —me rogó Rogelio, con los ojos enrojecidos y la voz quebrada.

Yo apretaba el borde de la mesa de la cocina, sintiendo cómo el sudor frío me recorría la espalda. Afuera, el sol caía sobre las tejas viejas y el canto de los gallos se mezclaba con el bullicio lejano del mercado. Era una mañana cualquiera en San Miguel del Río, pero dentro de mi pecho todo era un torbellino.

—Rogelio, ya te lo dije. Esta es mi casa. Aquí viví con tu padre, aquí crecieron ustedes. No puedo dejar todo esto atrás —respondí, tratando de sonar firme, aunque sentía que las palabras me temblaban en la boca.

Mi hijo bajó la cabeza. Había heredado de su padre esa terquedad silenciosa, esa forma de callar cuando algo le dolía. Yo lo conocía mejor que nadie. Sabía que detrás de su insistencia había miedo, preocupación… y algo más que no lograba descifrar.

La petición de Rogelio era sencilla en apariencia: quería que me mudara con él y su esposa a la casa de campo que acababan de comprar en las afueras del pueblo. Decía que allí estaría más tranquila, lejos del ruido y los problemas del centro. Pero yo sabía que no era solo eso. Desde que murió su papá hace tres años, Rogelio se había vuelto sobreprotector conmigo, casi al punto de asfixiarme.

—Mamá, no entiendes… —insistió—. Aquí ya no es seguro. El otro día asaltaron a Doña Lupita en la esquina. Y tú sola…

—¡No estoy sola! —lo interrumpí—. Aquí tengo a mis amigas, a mis vecinas, a tu hermano cuando viene los domingos. No quiero irme a ese lugar donde no conozco a nadie.

La verdad era que el miedo también me rondaba. Pero era un miedo distinto: miedo a perderme a mí misma, a convertirme en una carga para mis hijos, a dejar atrás los recuerdos que llenaban cada rincón de esa casa vieja.

Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces a mirar las fotos en la sala: Rogelio y su hermano mayor, Ernesto, jugando en el patio; mi esposo abrazándome bajo el limonero; yo misma, joven y sonriente, sin imaginar las vueltas que daría la vida. Me pregunté si estaba siendo egoísta al negarme. ¿No era mi deber como madre facilitarles la vida a mis hijos? ¿O acaso tenía derecho a pensar en mí misma después de tantos años?

Al día siguiente, Ernesto vino a visitarme. Siempre fue el más callado, el que menos problemas daba. Se sentó conmigo en el porche y me miró con esos ojos serenos que heredó de mi madre.

—¿Otra vez discutieron tú y Rogelio? —preguntó sin rodeos.

Asentí en silencio.

—Mamá… —suspiró—. Él solo quiere lo mejor para ti. Pero yo entiendo que no quieras irte. Esta casa es tu vida.

Sentí un nudo en la garganta. Ernesto siempre supo leerme el alma.

—¿Y si me equivoco? ¿Y si un día me pasa algo aquí sola? —le confesé por fin.

Él tomó mi mano.

—Entonces nos haríamos cargo. Pero no puedes vivir con miedo ni dejarte presionar. Tú nos enseñaste eso.

Esa noche Rogelio volvió, esta vez acompañado de su esposa, Lucía. Ella me abrazó fuerte y me dijo al oído:

—Marta, queremos cuidarte… pero también queremos verte feliz.

La tensión flotaba en el aire como una nube espesa. Rogelio se sentó frente a mí y por primera vez vi lágrimas rodar por sus mejillas.

—Mamá… tengo miedo de perderte como perdí a papá —confesó—. No soporto la idea de que te pase algo y yo no esté cerca.

Me quebré por dentro. Abracé a mi hijo como cuando era niño y lloramos juntos largo rato.

Pasaron los días y el pueblo entero parecía enterarse del dilema. Doña Rosa me aconsejaba mudarme: «Allá vas a estar más tranquila»; Don Pedro decía lo contrario: «Aquí tienes tu historia». Hasta el padre Julián mencionó el asunto en misa: «A veces hay que soltar para crecer».

Una tarde fui al cementerio y me senté junto a la tumba de mi esposo.

—¿Qué harías tú? —le pregunté al mármol frío—. ¿Me irías o te quedarías?

El viento movió las hojas secas y sentí una paz extraña. Recordé cómo él siempre decía: «La familia es lo único que importa»… pero también cómo defendía mi derecho a decidir sobre mi vida.

Al volver a casa encontré a Rogelio esperándome en la puerta.

—Mamá… si decides quedarte, lo voy a entender —dijo con voz baja—. Solo prométeme que si algún día necesitas ayuda, me lo dirás sin dudarlo.

Lo miré largo rato antes de responder:

—Te lo prometo, hijo. Y tú prométeme que vas a confiar en mí, aunque mis decisiones no te gusten.

Nos abrazamos fuerte y sentí que algo se acomodaba dentro de mí. No era una victoria ni una derrota; era simplemente aceptar que cada uno tenía su propio camino.

Hoy sigo viviendo en mi casa vieja de San Miguel del Río. Rogelio viene cada semana con Lucía y sus hijos; Ernesto me llama todas las noches para saber cómo estoy. A veces pienso en cómo habría sido mi vida si hubiera aceptado mudarme… pero luego salgo al patio, respiro el aroma del limonero y sé que tomé la decisión correcta para mí.

¿Hasta dónde debemos ceder por amor a nuestros hijos? ¿Cuándo es momento de pensar en nosotros mismos sin sentir culpa? Me gustaría saber qué harían ustedes en mi lugar.