Entre la Sangre y el Amor: El Dilema de Kinga

—¡No puedes traerla aquí, Kinga! —la voz de Julián retumbó en la cocina, haciendo vibrar las tazas en la repisa—. ¡Esta casa es nuestra, no un refugio para tus dramas familiares!

Me quedé paralizada, con el celular aún temblando en mi mano. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales del pequeño departamento en el centro de Guadalajara, como si el cielo llorara por mí. Mi hermana Verónica acababa de llamarme, su voz rota por el llanto: “Kinga, no tengo a dónde ir. Por favor… sólo unos días”.

Verónica siempre fue la mayor, la fuerte, la que nunca pedía ayuda. Tres años más grande que yo, desde niñas parecía que competíamos por el cariño de mamá y papá. Ella decía que yo era la consentida, que a mí me compraban más muñecas y me daban más dulces. Yo sólo veía a una hermana que me empujaba lejos cuando quería abrazarla.

—Julián, es mi hermana —susurré, sintiendo cómo la garganta se me cerraba—. No puedo dejarla sola en la calle.

Él se pasó la mano por el cabello, frustrado. —¿Y yo qué? ¿No cuentas conmigo? ¿No te importa lo que yo siento?

El eco de sus palabras me golpeó más fuerte que cualquier reproche de mi madre. ¿Cómo podía elegir? ¿Cómo podía dejar a Verónica afuera, después de todo lo que habíamos pasado juntas? Pero también… ¿cómo podía traicionar la paz de mi matrimonio?

Mi mente voló a nuestra infancia en Puebla. Recuerdo una Navidad en la que Verónica rompió mi muñeca favorita y luego le echó la culpa al perro. Mamá me regañó a mí por llorar demasiado. Desde entonces, aprendí a callar mis dolores para no molestar a nadie.

Ahora, años después, era yo quien tenía que decidir quién sufría: mi hermana o mi esposo.

La noche cayó pesada sobre nosotros. Julián se encerró en el cuarto sin cenar. Yo me senté en el sofá con el celular en la mano, leyendo una y otra vez el mensaje de Verónica: “Por favor, Kinga. No tengo a nadie más”.

Al día siguiente, mientras preparaba café, Julián salió del cuarto con los ojos rojos de no dormir.

—¿Ya le contestaste? —preguntó sin mirarme.

Negué con la cabeza. —No puedo dejarla sola, Julián. Está destrozada… Su esposo la dejó por otra mujer y la corrió de su casa. No tiene trabajo ni dinero.

Él apretó los labios. —¿Y qué? ¿Ahora tenemos que cargar con sus problemas? Siempre ha sido así contigo y tu familia. Siempre te usan.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Era cierto? ¿Siempre había sido yo la que cedía?

Esa tarde fui a ver a Verónica al parque donde me pidió encontrarnos. Estaba sentada en una banca, con los ojos hinchados y las manos temblorosas.

—¿Te acuerdas cuando éramos niñas y jugábamos a las escondidas? —me dijo sin mirarme—. Siempre te encontraba primero porque nunca sabías esconderte bien.

Sonreí triste. —Nunca quise esconderme de ti.

Verónica soltó una risa amarga. —Yo sí… siempre quise desaparecer para ver si alguien me buscaba.

La abracé fuerte. Sentí su cuerpo frágil, tan distinto al recuerdo de la hermana fuerte y mandona de mi infancia.

—Ven a casa —le dije al fin—. Pero sólo unos días… hasta que encuentres dónde quedarte.

Esa noche, cuando llegamos al departamento, Julián estaba sentado frente al televisor apagado. Nos miró con una mezcla de rabia y resignación.

—Buenas noches —dijo Verónica con voz baja.

Él no respondió.

Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Verónica dormía en el sofá; yo apenas podía dormir entre los suspiros ahogados de Julián y los sollozos nocturnos de mi hermana. La tensión se podía cortar con un cuchillo.

Una mañana, mientras preparaba desayuno, escuché a Julián hablando por teléfono en voz baja:

—No sé cuánto más aguante esto… Siento que Kinga ya no es mía…

Me quedé helada. ¿De verdad estaba perdiendo a mi esposo por ayudar a mi hermana?

Verónica intentaba ayudar en casa: lavaba platos, barría, hasta cocinó su famoso mole poblano un domingo para intentar ganarse a Julián.

—Gracias —dijo él sin levantar la vista del plato—. Pero no tienes que quedarte mucho tiempo aquí.

Verónica me miró con ojos suplicantes cuando él salió al balcón a fumar.

—No quiero ser una carga para ti, Kinga… Pero no sé cómo empezar de nuevo —susurró—. Todo lo que tenía se fue con ese hombre.

La abracé otra vez, sintiendo cómo mi corazón se partía entre dos amores imposibles de conciliar.

Una tarde, mientras lavaba ropa en el patio común del edificio, escuché a las vecinas chismorreando:

—Dicen que la hermana de Kinga se metió en problemas por andar con hombres casados…

Sentí la sangre hervir de rabia e impotencia. ¿Hasta cuándo tendría que cargar con los errores —o las desgracias— de mi familia?

Esa noche enfrenté a Julián:

—¿De verdad prefieres verme sufrir antes que abrirle la puerta a mi hermana? ¿Tan poco significa para ti lo que yo siento?

Él explotó:

—¡Siempre es ella primero! ¡Siempre tus problemas familiares antes que nosotros! ¿Y si un día soy yo el que necesita ayuda? ¿Vas a dejarme solo por ella?

Me quedé muda. Por primera vez vi el miedo en sus ojos: miedo a perderme, miedo a no ser suficiente para mí.

Esa noche lloré sola en el baño mientras escuchaba los sollozos ahogados de Verónica desde el sofá y los pasos inquietos de Julián en el cuarto.

Pasaron dos semanas así. Una mañana encontré a Verónica empacando sus pocas cosas en una bolsa vieja.

—No quiero destruir tu matrimonio —me dijo—. Ya encontré un cuarto barato cerca del mercado… Voy a estar bien.

La abracé tan fuerte como pude, sintiendo que algo dentro de mí se rompía para siempre.

Cuando Verónica se fue, la casa quedó en silencio absoluto. Julián intentó abrazarme esa noche pero yo no pude corresponderle igual.

A veces me pregunto si hice lo correcto… Si debí luchar más por mi hermana o por mi matrimonio. ¿Es posible amar sin traicionar? ¿Alguien ha sentido alguna vez este desgarro entre la sangre y el amor?