Entre la Sangre y la Conciencia: La Historia de un Padre Dividido
—¿Por qué lo haces, papá? ¿Por qué siempre tienes que estar de su lado?— La voz de mi hijo, Alejandro, retumbó en la sala, tan fuerte que hasta los vecinos debieron escucharlo. Yo estaba sentado en la vieja mecedora de madera, esa que heredé de mi padre, con las manos temblorosas y el corazón apretado.
No supe qué responderle. Miré a Milica, mi exnuera, parada junto a la puerta con los ojos rojos de tanto llorar. A su lado, mi nieto Tomás, de apenas siete años, apretaba su mochila como si fuera un escudo contra el mundo. Afuera llovía, y el sonido de las gotas contra el techo parecía marcar el ritmo de nuestro drama familiar.
—No es cuestión de lados, hijo —dije al fin, con voz cansada—. Es cuestión de hacer lo correcto.
Alejandro bufó y se pasó la mano por el cabello, frustrado. —¿Lo correcto? ¿Y yo qué soy entonces? ¿El villano de tu historia?
Me dolió escucharlo. Alejandro siempre fue un buen hijo, trabajador y responsable. Pero desde que se separó de Milica, algo en él cambió. Se volvió duro, casi frío. No aceptaba que yo siguiera en contacto con ella ni que ayudara a Tomás con los útiles escolares o lo llevara al parque los domingos.
La verdad es que nunca imaginé que mi familia terminaría así: dividida por el rencor y los malentendidos. Yo crecí en un barrio humilde de Buenos Aires, donde la familia era sagrada y los problemas se resolvían en la mesa, entre mates y miradas sinceras. Pero ahora todo era diferente.
Recuerdo el día que Milica llegó a mi casa con Tomás, temblando bajo la lluvia. Habían tenido una discusión fuerte con Alejandro y él, cegado por la rabia, les gritó que se fueran. Milica no tenía a dónde ir; su familia vivía en Córdoba y no tenía dinero para el pasaje. Yo no dudé en abrirles la puerta.
—Gracias, don Dragan —me dijo ella esa noche, mientras preparaba un té para calmarse—. No sé qué haría sin usted.
Vi el miedo en sus ojos y sentí una punzada en el pecho. Nadie merece sentirse así de solo. Menos aún una madre con un niño pequeño.
Desde entonces, Alejandro me llamó traidor cada vez que nos cruzábamos. —¿Te olvidaste que soy tu hijo? —me gritó una tarde en la vereda—. ¡Ella te está usando!
Pero yo veía otra cosa: veía a Milica luchando por salir adelante, trabajando doble turno como cajera en el supermercado del barrio, ahorrando cada centavo para pagar el alquiler de un cuartito donde apenas cabían ella y Tomás. Veía a mi nieto sonreír cuando le llevaba una pelota nueva o cuando le enseñaba a andar en bicicleta.
Mi esposa, Lucía, intentaba mediar entre nosotros. —Dragan, no puedes cargar con todos los problemas del mundo —me decía en voz baja cuando nos acostábamos—. Alejandro está herido. Siente que lo abandonaste.
—¿Y qué hago? —le respondía yo—. ¿Le doy la espalda a Tomás? ¿A Milica? ¿Eso sería ser buen padre?
Lucía suspiraba y me tomaba la mano. —No hay respuestas fáciles.
Las cosas empeoraron cuando Alejandro empezó a salir con otra mujer, Verónica. Ella no quería saber nada de Milica ni de Tomás; decía que era mejor cortar todo vínculo para empezar de cero. Alejandro se aferró a esa idea como un náufrago a una tabla.
Un domingo cualquiera, mientras preparaba un asado para Tomás en el patio, Alejandro apareció sin avisar. Venía furioso.
—¿Otra vez con ellos? —me reprochó—. ¿No te basta con humillarme delante de todo el barrio?
Me levanté despacio y lo miré a los ojos. —No te humillo, hijo. Solo intento hacer lo correcto.
—¡Lo correcto sería estar conmigo! ¡Con tu sangre!
Sentí cómo se me partía el alma. ¿Acaso la sangre es más importante que la justicia? ¿Que el cariño?
Esa noche no pude dormir. Me quedé mirando el techo, escuchando los ronquidos suaves de Lucía y pensando en todo lo que había perdido: la complicidad con mi hijo, las charlas largas después del trabajo, los domingos de fútbol en la cancha del barrio.
Pero también pensé en lo que había ganado: la sonrisa agradecida de Milica cuando le conseguí un trabajo mejor en una panadería; los abrazos apretados de Tomás cuando lo llevaba al colegio; la certeza de que estaba haciendo lo correcto, aunque me costara caro.
Un día recibí una carta de Alejandro. No tuvo valor para decírmelo en persona:
«Papá,
No entiendo tus decisiones ni tu terquedad. Siento que elegiste a otros antes que a mí. No quiero verte más hasta que entiendas lo que es ser padre.
Alejandro»
Leí esas líneas mil veces, buscando alguna señal de esperanza entre las palabras duras. Lloré como no lloraba desde que murió mi madre.
Milica intentó convencerme de dejarla ir para no perder a Alejandro.
—Don Dragan, no quiero ser la causa de su dolor —me dijo una tarde mientras lavaba los platos—. Si quiere, me voy con Tomás a Córdoba.
Negué con la cabeza. —No es tu culpa, hija. La vida nos pone pruebas difíciles. Pero uno tiene que dormir tranquilo por las noches.
Pasaron los meses y Alejandro cumplió su promesa: no volvió a llamarme ni a visitarme. En el barrio algunos me miraban raro; otros me daban palmadas en la espalda y decían: «Sos un buen tipo, Dragan».
A veces me pregunto si hice bien. Si debí ser más duro con Milica o más comprensivo con Alejandro. Si debí elegir la sangre antes que la justicia.
Pero cada vez que veo a Tomás correr por el patio o escuchar a Milica reír después de tanto tiempo triste, siento que no podía actuar de otra manera.
La familia no siempre es fácil ni justa. A veces hay que elegir entre lo correcto y lo cómodo; entre el amor y el orgullo.
Hoy sigo esperando una llamada de Alejandro. Sigo guardando su lugar en la mesa cada domingo, por si algún día decide volver.
¿Hice bien al elegir la humanidad antes que la sangre? ¿O acaso traicioné a mi propio hijo por querer ser justo?
¿Ustedes qué habrían hecho en mi lugar?