Entre la Sangre y la Justicia: El Precio de Ser Madre y Hermana

—¿Así que ahora tengo que mantener a los hijos de Julián con el dinero que me da Ernesto para Emiliano? —escupí las palabras, temblando de rabia, mientras mi madre me miraba desde el otro lado de la mesa de formica, esa que ha visto más lágrimas que risas en esta casa de barrio en Guadalajara.

Mi madre, doña Rosa, ni siquiera parpadeó. —Son tus sobrinos, Mariana. La familia es primero. Julián está pasando por un mal momento, tú tienes un ingreso seguro. ¿Qué te cuesta?

Sentí que el mundo se me venía encima. El eco de la licuadora del vecino y los gritos de los niños jugando en la calle se mezclaban con el zumbido en mis oídos. ¿Qué me cuesta? Todo, mamá. Me cuesta la dignidad, me cuesta la paz, me cuesta el futuro de mi hijo.

Hace tres años, cuando Ernesto me dejó por una mujer más joven —una tal Fernanda, que ni siquiera sabe hacer tortillas—, pensé que nada podría dolerme más. Pero estaba equivocada. El verdadero dolor llegó después, cuando tuve que aprender a sobrevivir con lo justo, a estirar cada peso de la pensión para que Emiliano tuviera zapatos nuevos para la escuela y leche para el desayuno. Y ahora, ¿mi propia madre quería que ese dinero sirviera para alimentar a los hijos de Julián, mi hermano mayor, ese eterno adolescente irresponsable?

—Mamá, ¿te escuchas? —le dije, con la voz quebrada—. La pensión es para Emiliano. Es lo único que Ernesto hace por él. ¿Por qué tengo que cargar yo con los errores de Julián?

Doña Rosa suspiró como si yo fuera una niña caprichosa. —Julián está buscando trabajo. Sus hijos no tienen la culpa. Tú eres su tía.

Me levanté de golpe y sentí cómo las lágrimas me ardían en los ojos. No era la primera vez que mi familia me pedía sacrificarme por Julián. Desde niños fue así: él rompía algo y yo lo arreglaba; él se metía en problemas y yo mentía para cubrirlo. Pero esto era diferente. Ahora estaba Emiliano.

Esa noche no dormí. Miré a mi hijo mientras dormía abrazado a su peluche viejo y sentí una mezcla de culpa y rabia. ¿Era egoísta por querer proteger lo poco que teníamos? ¿O era injusto que siempre se esperara que yo diera más?

Al día siguiente, Julián apareció en mi puerta con sus dos hijos, Valeria y Mateo, ambos con la ropa sucia y las caras largas. —Ma, dice que nos quedemos aquí hasta que papi consiga trabajo —dijo Valeria, apenas susurrando.

Julián ni siquiera me miró a los ojos. —Solo será por unos días —murmuró—. Te lo juro.

No dije nada. Los niños entraron y Emiliano los recibió con una sonrisa tímida. Compartieron su desayuno: pan duro y leche aguada. Yo solo podía pensar en cómo haría para llegar al fin de mes.

Los días se volvieron semanas. Julián salía temprano y regresaba tarde, siempre con olor a cerveza y excusas nuevas: que no había trabajo, que lo discriminaban por su tatuaje, que todo estaba caro. Mi madre venía cada tarde a «ayudar», pero solo traía reproches: —No seas dura con tu hermano. Dios ve todo.

Una noche, después de acostar a los niños, exploté:
—¡No puedo más! —le grité a Julián—. ¡No es justo! ¡Tú tienes que hacerte cargo de tus hijos!

Él me miró con esos ojos tristes que siempre usaba para manipularme.—¿Y qué quieres que haga? ¿Dejar que pasen hambre? Tú tienes suerte, Mariana. Ernesto te pasa dinero.

Me reí amargamente.—¿Suerte? ¿Tener que rogarle cada mes para que no se atrase? ¿Vivir contando monedas? No tienes idea de lo que es ser madre sola.

Julián bajó la cabeza y se fue sin decir nada. Esa noche lloré hasta quedarme dormida.

La situación se volvió insostenible. Emiliano empezó a enfermarse seguido; Valeria tuvo problemas en la escuela porque la molestaban por su ropa vieja; Mateo lloraba por las noches extrañando a su mamá, quien los había dejado hacía meses para irse con otro hombre a Monterrey.

Un día recibí una llamada del colegio: Emiliano había peleado con un compañero porque le dijo «pobre». Sentí una vergüenza tan grande que casi no pude hablar con la directora.

Esa tarde, cuando mi madre llegó con su sermón habitual, exploté:
—¡Ya basta! ¡No puedo seguir así! Si tanto quieres ayudar a Julián, llévatelos tú.

Mi madre se ofendió.—¿Cómo puedes ser tan egoísta? ¿Qué clase de hermana eres?

—¿Y qué clase de madre sería si dejo que Emiliano pase necesidades por ayudar a Julián? —le respondí—. Siempre fue igual: él hace lo que quiere y yo recojo los pedazos.

Por primera vez vi miedo en los ojos de mi madre. Tal vez entendió que estaba al borde del colapso.

Esa noche hablé con Emiliano:
—Hijo, ¿te gustaría irnos a vivir solos otra vez?
Él asintió sin dudarlo.—Extraño cuando éramos solo tú y yo.

Al día siguiente busqué ayuda en el DIF local. Me orientaron sobre mis derechos: la pensión alimenticia es exclusivamente para el hijo beneficiario; nadie puede obligarme legalmente a compartirla.

Con esa certeza enfrenté a mi familia:
—Amo a mis sobrinos, pero no puedo seguir manteniéndolos con el dinero de Emiliano. Julián debe asumir su responsabilidad o buscar ayuda en otra parte.

Mi madre lloró; Julián me insultó; pero yo no cedí. Por primera vez en mi vida puse un límite.

Hoy vivo sola con Emiliano en un pequeño departamento alquilado. No es fácil; hay días en los que apenas alcanza para lo básico. Pero duermo tranquila sabiendo que protegí a mi hijo y también a mí misma.

A veces me pregunto: ¿Hasta dónde llega el deber familiar? ¿Cuándo debemos decir basta para no perdernos a nosotros mismos? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?