Entre la tierra y el corazón: La decisión que me partió en dos
—Mamá, ¿por qué no te vienes a vivir conmigo al terreno? Aquí estarías más tranquila, lejos del ruido y de los problemas de la ciudad —me dijo Santiago, mi hijo menor, mientras revolvía su café con nerviosismo.
Sentí un nudo en la garganta. Miré por la ventana del pequeño departamento en el centro de Puebla, donde he vivido los últimos veinte años. Afuera, el bullicio de los vendedores ambulantes y el aroma a tamales me recordaban que, a pesar de todo, este era mi hogar.
—Santi, mi vida está aquí —le respondí, tratando de sonar firme, aunque por dentro me temblaban las manos—. No puedo dejarlo todo así nada más.
Él suspiró y bajó la mirada. Desde que su padre nos dejó, cuando Santiago tenía apenas doce años, he sido madre y padre para mis dos hijos. El mayor, Ernesto, se fue a Monterrey hace años; viene a visitarme cada seis meses, si acaso. Santiago siempre fue el más cercano, el que se quedaba conmigo en las noches de tormenta y me ayudaba a cargar las bolsas del mercado.
Pero últimamente lo notaba distinto: cansado, preocupado. Había comprado un terreno en las afueras de la ciudad con su esposa, Mariana, y soñaba con construir una casa grande para todos. Pero el dinero no alcanzaba y los problemas crecían como la maleza.
—Mamá, aquí podrías tener tu propio cuarto, tu jardín… Ya no tendrías que preocuparte por la renta ni por los vecinos ruidosos —insistió él.
Me dolía verlo así. Recordé todas las veces que lo ayudé: cuando reprobó matemáticas en la prepa y pasamos noches enteras estudiando juntas; cuando perdió su primer trabajo y le presté mis ahorros para que no perdiera el coche; cuando Mariana perdió un embarazo y lloramos abrazados en la sala.
Pero mudarme… dejar mi vida, mis amigas del club de lectura, mi tiendita favorita donde Don Toño siempre me regala un piloncillo extra… ¿Era justo para mí?
Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama pensando en lo que significaba ser madre en este país: darlo todo sin esperar nada a cambio. Pero también pensé en mí, en mis sueños postergados, en mi derecho a decidir.
Al día siguiente llamé a Ernesto.
—¿Y qué piensas hacer, mamá? —me preguntó con ese tono práctico que siempre ha tenido.
—No quiero irme al terreno. Pero tampoco quiero dejar a Santi solo —le confesé.
—Ayúdalo con algo de dinero si puedes. Pero no sacrifiques tu vida —me aconsejó.
Así lo hice. Vendí unas joyas que guardaba desde mi boda y le di a Santiago suficiente para terminar una parte de la casa. Cuando se lo dije, sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Mamá… no sé cómo agradecerte —me dijo abrazándome fuerte.
Pero Mariana no lo tomó igual.
—¿Por qué no quiere venir? ¿No confía en nosotros? —me reclamó una tarde que fui a visitarlos al terreno.
Me sentí como una extraña. Mariana me miraba con recelo y Santiago evitaba el tema. Empezaron a distanciarse; las llamadas se hicieron menos frecuentes y las visitas más tensas.
Un domingo, mientras preparábamos mole para celebrar el cumpleaños de Santiago, Mariana explotó:
—Siempre lo has consentido demasiado. Por eso nunca se atreve a tomar decisiones sin ti.
Me quedé helada. ¿Era cierto? ¿Había criado a un hijo dependiente? ¿O simplemente estaba tratando de protegerlo como cualquier madre mexicana?
Las semanas pasaron y el silencio creció entre nosotros. Ernesto me llamaba para saber cómo estaba, pero yo solo podía pensar en Santiago y en cómo nuestra relación se había llenado de grietas invisibles.
Una tarde lluviosa recibí un mensaje: «Mamá, te extraño. Perdóname por todo». Lloré como hacía años no lo hacía. Le respondí: «Siempre serás mi hijo, pero también tienes que aprender a volar solo».
Ahora paso mis días entre recuerdos y dudas. ¿Hice bien en quedarme? ¿Debí sacrificar mi vida por él? A veces salgo al balcón y veo a las vecinas platicando, los niños jugando en la calle… y siento que aún pertenezco aquí.
Pero otras noches, cuando el silencio es más fuerte que el bullicio de la ciudad, me pregunto si algún día podré sanar esa herida invisible entre mi hijo y yo.
¿Hasta dónde debe llegar el amor de una madre? ¿Cuándo es momento de pensar en una misma sin sentir culpa? ¿Ustedes qué hubieran hecho?