Entre la tierra y el silencio: Un año en casa de mi suegra
—¿Por qué dejaste la puerta abierta, Mariana? —la voz de Doña Rosa retumba en la cocina, mezclándose con el olor a café recalentado y tortillas frías.
Me detengo en seco, con el balde de agua en la mano. Siento el sudor pegajoso en la frente y la mirada de mi suegra clavada en mi nuca. No respondo. ¿Para qué? Ya aprendí que cualquier explicación es inútil. Aquí, en este caserón de paredes agrietadas y gallinas sueltas, las reglas no se discuten: se acatan.
Hace menos de un año, Julián y yo vendimos nuestro departamentito en el centro de Puebla. Era pequeño, sí, pero era nuestro. Yo trabajaba como maestra suplente y él en una refaccionaria. No nos sobraba nada, pero tampoco nos faltaba. Cuando su mamá enfermó del corazón, Julián sugirió que nos mudáramos con ella, «para ayudarla y ahorrar un poco». Yo acepté porque lo amaba y porque creí que sería temporal.
—No te preocupes, amor —me dijo Julián mientras empacábamos—. Mi mamá es buena gente, sólo está sola.
Pero nadie me advirtió sobre el silencio espeso que se instala entre mujeres que no se eligieron. Nadie me dijo que la bondad puede tener filo.
La primera semana fue cordial. Doña Rosa me mostró cómo hacer tortillas a mano y me enseñó a distinguir los chiles del huerto. Pero pronto llegaron los comentarios: «En mi casa siempre se barre antes del desayuno», «Aquí no se desperdicia el agua», «A Julián le gusta el arroz como yo lo hago». Cada frase era una piedra en el estómago.
Julián salía temprano a trabajar y regresaba tarde. Yo me quedaba sola con Doña Rosa y sus rutinas inquebrantables. A veces, mientras lavaba los trastes mirando por la ventana al campo interminable, sentía que mi vida se había encogido hasta caber en ese fregadero.
Una tarde, después de una discusión absurda sobre cómo tender la ropa, me encerré en el cuarto que compartíamos Julián y yo. Lloré bajito para que nadie escuchara. Extrañaba el bullicio de la ciudad, el olor a pan dulce de la panadería de la esquina, las tardes de cine con mis amigas. Aquí sólo había tierra, silencio y el eco de mis propios pensamientos.
—¿Estás bien? —preguntó Julián esa noche, al verme los ojos hinchados.
—No —le dije—. No puedo más con tu mamá.
Él suspiró, cansado.
—Es por poco tiempo, Mariana. Sólo hasta que se recupere…
Pero los meses pasaron y Doña Rosa no mejoraba ni empeoraba. Simplemente estaba ahí, ocupando todo el espacio con su presencia severa.
Un día, mientras preparaba café, escuché a Doña Rosa hablando por teléfono con su hermana:
—Esta muchacha no sabe hacer nada bien. No es como las nueras de antes…
Sentí rabia y vergüenza al mismo tiempo. ¿De verdad era tan inútil? ¿O simplemente nunca sería suficiente para ella?
Las cosas empeoraron cuando Julián perdió su trabajo. El dinero empezó a faltar y las discusiones aumentaron. Doña Rosa dejó caer comentarios venenosos:
—En mis tiempos, las mujeres sabían estirar el dinero…
Yo buscaba trabajo en el pueblo, pero nadie necesitaba una maestra suplente. Me ofrecieron limpiar casas, pero Doña Rosa dijo que «no era digno para una mujer casada».
Una noche, después de una pelea especialmente amarga sobre el uso del gas para cocinar, Julián explotó:
—¡Ya basta, mamá! Mariana hace lo que puede…
Doña Rosa lloró y dijo que la estábamos matando de tristeza. Julián salió dando un portazo y yo me quedé sola con ella en la cocina oscura.
—Tú lo alejaste de mí —susurró—. Antes era un buen hijo…
No supe qué responderle. Me sentí culpable por algo que no entendía del todo.
Los días se volvieron grises. Empecé a soñar con mi antigua vida: el ruido del tráfico, los domingos en el parque, la libertad de decidir qué comer o cuándo limpiar. Aquí todo era control y sacrificio.
Un sábado por la mañana, mientras lavaba ropa en el patio, escuché a Doña Rosa rezando en voz alta:
—Dios mío, dame paciencia para soportar lo que me mandaste…
Sentí ganas de gritarle que yo tampoco había pedido esto. Que yo también extrañaba mi casa, mi independencia, mi dignidad.
Esa noche le propuse a Julián buscar un cuarto en renta en el pueblo.
—¿Y dejar sola a mi mamá? —me miró como si hubiera propuesto un crimen.
—¿Y nosotros? ¿Cuándo vamos a pensar en nosotros?
Discutimos hasta quedarnos sin voz. Al final, él se fue a dormir al sofá y yo me quedé mirando el techo, preguntándome en qué momento mi vida dejó de ser mía.
Hoy hace exactamente once meses desde que llegamos aquí. Sigo sin trabajo fijo y Julián apenas consigue algunos encargos en el taller del pueblo. Doña Rosa sigue igual: fuerte como un roble para criticarme pero débil para cualquier otra cosa.
A veces pienso en irme sola. Volver a la ciudad aunque sea a empezar desde cero. Pero luego veo a Julián dormido y recuerdo lo mucho que lo amo… aunque ya no sé si eso basta para sostener todo este peso.
¿Vale la pena sacrificar tu felicidad por cumplir con lo que otros esperan de ti? ¿Cuántas mujeres más viven atrapadas entre paredes ajenas y silencios impuestos? ¿Alguna vez podré volver a ser dueña de mi propia vida?