Entre la tormenta y el silencio: una noche en la Ciudad de México
—¿Por qué no contestas, Mariana? —La voz de mi madre retumbó en el altavoz del celular, mientras yo miraba por la ventana del departamento, viendo cómo los faros de los coches se deslizaban por Insurgentes como luciérnagas nerviosas.
No respondí. Afuera, la ciudad seguía su curso: vendedores ambulantes gritaban sus ofertas, una pareja discutía en la esquina, y yo sentía que el mundo entero estaba en pausa, menos mi corazón, que latía con fuerza, como si quisiera salirse del pecho.
Hoy tenía que hablar con Alejandro. Llevábamos casi seis años juntos. Todos decían que éramos la pareja perfecta: él, ingeniero en sistemas, trabajador y atento; yo, diseñadora gráfica freelance, soñadora y terca. Pero nadie sabía lo que pasaba puertas adentro. Nadie sabía de las noches en que el silencio era tan denso que podía cortarse con un cuchillo, ni de las veces que me pregunté si esto era amor o solo costumbre.
—Mariana, ¿me escuchas? —insistió mi madre.
—Sí, má. Perdón. Estoy… pensando —respondí al fin, sintiendo un nudo en la garganta.
—¿Otra vez pelearon?
No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que no era una pelea? Que era algo peor: era ese vacío que se instala cuando ya no hay nada qué decir, cuando el cariño se convierte en rutina y la rutina en resignación.
Colgué sin despedirme. No quería escuchar sus consejos ni sus reproches. Sabía lo que tenía que hacer, pero me aterraba. ¿Cómo le dices a alguien que ya no lo amas? ¿Cómo le explicas a tu familia que vas a romper con el hombre que todos consideran tu mejor opción?
El reloj marcaba las 8:15 cuando escuché la llave girar en la puerta. Alejandro entró cargando una bolsa del Oxxo y una expresión cansada.
—¿Ya cenaste? —preguntó sin mirarme.
—No tengo hambre —contesté, sintiendo cómo se me encogía el estómago.
Se sentó frente a la tele y encendió las noticias. El presentador hablaba de otro feminicidio en Ecatepec. Sentí un escalofrío. Pensé en todas las mujeres que no podían decidir sobre su vida, en las que no podían irse aunque quisieran. Yo sí podía… ¿o no?
—Alejandro —dije al fin, mi voz temblando—, ¿podemos hablar?
Él bajó el volumen y me miró por primera vez esa noche. Sus ojos oscuros parecían buscar una explicación antes de escucharla.
—¿Qué pasa?
Me costó trabajo encontrar las palabras. No quería herirlo, pero tampoco podía seguir mintiendo.
—No estoy bien —dije al fin—. No sé si esto… si nosotros…
Él apretó los labios y desvió la mirada.
—¿Otra vez con eso? Mariana, ya habíamos hablado…
—No es lo mismo —lo interrumpí—. Esta vez es diferente. Siento que estamos juntos solo porque es lo más fácil. Pero yo ya no soy feliz.
El silencio cayó sobre nosotros como una losa. Afuera seguían pasando coches, la ciudad seguía viva, pero aquí dentro todo se detenía.
—¿Y qué quieres hacer? —preguntó él, casi en un susurro.
—Quiero irme —dije, y sentí cómo se me rompía algo por dentro.
Alejandro se levantó bruscamente y fue a la cocina. Escuché cómo abría y cerraba cajones con violencia. Yo me quedé sentada, temblando. Pensé en mi madre, en mis amigas del trabajo, en lo que dirían mis tías en el grupo de WhatsApp familiar: «¿Cómo vas a dejarlo? Si es tan buen muchacho…»
Pero nadie sabía lo que era vivir con ese peso diario, con esa sensación de estar atrapada en una vida prestada.
Alejandro regresó con los ojos rojos.
—¿Hay alguien más? —preguntó con voz rota.
Negué con la cabeza.
—No es eso. Es… yo misma. Me perdí aquí adentro. Ya no sé quién soy ni qué quiero. Solo sé que esto no es justo para ninguno de los dos.
Él se dejó caer en el sillón y se cubrió la cara con las manos. Por primera vez vi al hombre vulnerable detrás de la fachada segura. Por un momento quise abrazarlo y decirle que todo estaría bien, pero sabía que sería otra mentira.
La noche avanzó lenta. No hablamos más. Yo empecé a meter mi ropa en una maleta vieja mientras él fingía dormir en el sillón. Cada prenda era un recuerdo: la blusa que usé en nuestra primera cita en Coyoacán; el suéter que me regaló para mi cumpleaños; los jeans manchados de pintura de aquel fin de semana en Valle de Bravo.
Me detuve frente al espejo del baño y vi mis ojos hinchados. Recordé a mi abuela diciendo: «Mija, uno no debe quedarse donde ya no florece». Y aunque dolía, sabía que tenía razón.
Amaneció antes de lo esperado. Alejandro seguía dormido cuando salí del departamento con mi maleta y un nudo en el estómago. Bajé las escaleras despacio, sintiendo cada paso como una despedida.
En la calle, el aire olía a pan dulce y gasolina. La ciudad despertaba ajena a mi tragedia personal. Caminé hasta la esquina donde pasaba el camión rumbo a casa de mi madre. Me senté junto a una señora que vendía tamales y me ofreció uno de rajas sin preguntarme nada. Le di las gracias con una sonrisa triste.
Mientras el camión avanzaba por Reforma, pensé en todas las mujeres como yo: las que se atreven a romper el molde, a desafiar las expectativas familiares y sociales; las que deciden empezar de nuevo aunque les tiemble el alma.
Llegué a casa de mi madre sin avisar. Ella abrió la puerta y me abrazó fuerte, sin decir nada. Lloré como niña chiquita mientras ella acariciaba mi cabello y repetía: «Aquí estás segura».
Esa noche dormí en mi antigua cama, rodeada de posters viejos y peluches olvidados. Sentí miedo e incertidumbre, pero también una extraña paz.
Ahora escribo esto desde el pequeño escritorio junto a la ventana, viendo cómo cae la lluvia sobre los tejados grises de la colonia Narvarte. No sé qué sigue ni cómo voy a reconstruir mi vida desde cero. Solo sé que tuve el valor de elegir mi propio camino.
A veces me pregunto: ¿Cuántas Marianas hay allá afuera esperando dar este paso? ¿Cuántas veces nos quedamos por miedo al qué dirán o por no romperle el corazón a alguien más? ¿Vale la pena sacrificar nuestra felicidad por cumplir expectativas ajenas?
¿Y tú? ¿Te has sentido atrapada alguna vez entre lo que quieres y lo que esperan de ti?