Entre la tormenta y la fe: La noche en que casi lo perdí todo

—¡¿Por qué siempre me tienes que recordar que no tengo trabajo, Lucía?! —gritó Julián, su voz retumbando en las paredes húmedas del departamento. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales con furia, como si el cielo mismo quisiera ahogar nuestros gritos. Yo estaba parada junto al fregadero, las manos temblorosas apretando un vaso de agua, mientras mis hijos, Valeria y Emiliano, se acurrucaban en la habitación contigua, intentando taparse los oídos.

No era la primera vez que la desesperación de Julián explotaba así. Desde que perdió su empleo en la fábrica de autopartes, hace ya cuatro años, la sombra del desempleo se había instalado en nuestra casa como un huésped indeseado. Yo conseguí trabajo limpiando casas en Polanco y vendiendo gelatinas en la esquina del mercado. Cada peso que ganaba era contado y estirado hasta el límite: para el gas, para el arroz, para los útiles escolares.

—No te lo estoy recordando —le respondí con voz baja, tragando el miedo—. Solo quiero que hablemos como antes, sin lastimarnos.

Julián se dejó caer en la silla, cubriéndose el rostro con las manos. Por un momento, solo se escuchó el tic-tac del reloj y el retumbar lejano de un trueno. Sentí una punzada en el pecho: ¿en qué momento nos habíamos perdido?

Esa noche, después de acostar a los niños y asegurarme de que Julián dormía —o al menos fingía hacerlo—, me arrodillé junto a la cama. No sabía rezar bonito como mi abuela, pero las palabras salieron solas:

“Diosito, dame fuerza para no rendirme. No quiero odiarlo. No quiero que mis hijos crezcan con miedo.”

Las lágrimas mojaron la colcha raída. Recordé a mi madre diciéndome que el matrimonio era para siempre, que había que aguantar. Pero ¿hasta cuándo? ¿Hasta que el amor se volviera costumbre? ¿Hasta que los gritos fueran más fuertes que las risas?

Al día siguiente, mientras barría el patio de una casa ajena y escuchaba a la señora hablar por teléfono sobre sus vacaciones en Cancún, sentí una rabia sorda. ¿Por qué a unos les tocaba todo tan fácil y a otros solo nos quedaba resistir? Pensé en dejar a Julián. Pensé en llevarme a los niños y empezar de cero en casa de mi hermana en Puebla. Pero luego recordé cómo era él antes: cariñoso, trabajador, siempre con una sonrisa para Valeria y Emiliano.

Esa tarde, cuando regresé a casa, encontré a Julián sentado con los niños, ayudándoles con la tarea. Por un instante, vi al hombre del que me enamoré. Pero apenas crucé la puerta, su mirada se endureció.

—¿Otra vez llegas tarde? —me reclamó—. ¿No te importa tu familia?

Sentí ganas de gritarle que todo lo hacía por ellos, pero me contuve. No quería otra pelea frente a los niños.

Pasaron los días y las noches entre silencios incómodos y pequeñas treguas. Cada domingo iba a misa sola y encendía una vela por mi familia. A veces sentía que Dios me escuchaba; otras veces pensaba que estaba sola en esa batalla.

Una noche, después de una discusión especialmente dura —Julián había bebido más de lo habitual—, me encerré en el baño y marqué el número de mi hermana Mariana.

—No puedo más —le susurré entre sollozos—. Siento que me estoy ahogando.

—Ven a Puebla —me dijo—. Aquí tienes tu cuarto y comida caliente. No tienes por qué aguantar golpes ni gritos.

Colgué sin responderle. No era tan fácil. ¿Cómo dejar atrás todo lo que habíamos construido? ¿Cómo explicarles a mis hijos que su papá no podía con el dolor?

Al día siguiente, Julián me pidió perdón. Me abrazó fuerte y lloró como un niño perdido.

—No sé qué me pasa, Lucía —me dijo—. Siento que no valgo nada.

Por primera vez en mucho tiempo, lo abracé sin resentimiento. Entendí que él también estaba roto por dentro.

Empezamos a ir juntos a terapia en la parroquia del barrio. No fue fácil: hubo recaídas, más peleas, silencios largos como túneles oscuros. Pero poco a poco aprendimos a hablarnos sin herirnos tanto.

Un día Julián consiguió un trabajo como vigilante nocturno. No era mucho dinero, pero su dignidad regresó poco a poco. Yo seguí limpiando casas y vendiendo gelatinas, pero ya no sentía ese peso insoportable sobre mis hombros.

A veces todavía discutimos. A veces siento ganas de huir. Pero ahora sé que no estoy sola: tengo mi fe, tengo a mis hijos y tengo la esperanza de que podemos sanar juntos.

Me pregunto si otras mujeres han sentido este cansancio profundo, este miedo de cada noche… ¿Cuántas han encontrado fuerza en la oración? ¿Cuántas han decidido quedarse o irse? ¿Qué harías tú si estuvieras en mi lugar?