Entre las paredes de mi hogar: la herencia que nunca fue

—¡No puedes hacerme esto, mamá! —gritó Brandon, con los ojos llenos de furia y decepción, mientras Camila, su esposa, lo miraba desde la puerta con los brazos cruzados y una expresión de triunfo apenas disimulada.

Sentí que el corazón se me partía en dos. ¿En qué momento mi hijo se había convertido en ese hombre que me hablaba como si yo fuera una extraña? ¿Cuándo fue que Camila empezó a decidir sobre lo que era mío, sobre lo que yo había construido con años de sacrificio?

Recuerdo perfectamente el día en que recibí las llaves de ese departamento en el centro de Puebla. Era pequeño, sí, pero era mío. Lo compré después de años vendiendo tamales en la esquina de la iglesia, ahorrando cada peso mientras criaba sola a Brandon tras la muerte de su padre. Ese lugar era mi orgullo, mi refugio y, en algún momento, pensé que sería el legado que le dejaría a mi hijo.

Pero todo cambió cuando Brandon conoció a Camila. Ella venía de una familia acomodada de Veracruz, acostumbrada a tener lo que quería sin pedirlo dos veces. Al principio, me esforcé por aceptarla; después de todo, Brandon la amaba. Pero pronto noté cómo su presencia alteraba el ambiente en casa. Empezó con pequeñas cosas: críticas veladas sobre mi comida, sugerencias sobre cómo debía vestir o decorar el departamento. Luego vinieron los comentarios sobre el dinero: “¿Por qué no vendes el departamento y nos ayudas a comprar una casa más grande?”, “Ese lugar está viejo, deberías dejarlo en manos jóvenes”.

Al principio, me reía para no llorar. Pero cuando Brandon empezó a repetir sus palabras, sentí que algo dentro de mí se rompía.

—Mamá, deberías pensar en tu futuro —me dijo una tarde mientras tomábamos café—. Si nos transfieres el departamento ahora, podrías vivir tranquila y nosotros podríamos empezar nuestra familia ahí.

—¿Y yo dónde viviría? —pregunté, tratando de mantener la calma.

—Podrías quedarte con nosotros un tiempo —intervino Camila—. O podrías rentar un cuartito cerca del mercado. Así estarías cerca de tus amigas.

Me quedé sin palabras. ¿Cómo podía mi propio hijo sugerir que dejara mi hogar para irme a vivir sola, como si fuera una carga?

Las semanas siguientes fueron un infierno. Camila venía todos los domingos y recorría el departamento como si ya fuera suyo. Hablaba de tirar mis muebles viejos, de pintar las paredes de blanco y poner cortinas nuevas. Brandon apenas me miraba a los ojos.

Una noche, después de una discusión especialmente amarga, me encerré en mi cuarto y lloré como no lo hacía desde que enviudé. Pensé en todas las veces que sacrifiqué mis propios sueños para darle lo mejor a Brandon. Recordé cómo le compré sus primeros zapatos de futbol aunque eso significara comer frijoles toda la semana. ¿Y ahora? Ahora era yo la que sobraba.

Al día siguiente, tomé una decisión. Fui al banco y pregunté por las opciones para rentar el departamento. La idea de dejarlo en manos de extraños me dolía, pero más me dolía la idea de entregárselo a alguien que no valoraba ni mi esfuerzo ni mi amor.

Cuando se lo conté a Brandon, explotó:

—¡No puedes hacer eso! ¡Ese departamento es mío por derecho!

—¿Por derecho? —le respondí con voz temblorosa—. Ese departamento es mío porque yo lo trabajé. Porque yo lo soñé cuando tú apenas eras un niño.

Camila intervino:

—No seas egoísta, señora Teresa. Piénsalo bien: ¿de verdad prefieres dárselo a un desconocido antes que a tu propia familia?

La miré fijamente y le respondí:

—Prefiero dárselo a quien lo respete.

Desde ese día, la relación con Brandon se volvió fría y distante. Apenas me llama y cuando lo hace es solo para pedirme algo o para recordarme lo «injusta» que estoy siendo. Camila dejó de visitarme; supongo que encontró otra batalla que pelear.

A veces me siento culpable. Me pregunto si estoy siendo demasiado dura o si debería ceder por el bien de la familia. Pero luego recuerdo todas las noches en vela, todos los sacrificios y todo el amor invertido en ese pequeño departamento. No puedo regalarlo solo porque alguien lo exige.

Mis amigas del mercado me dicen que hice bien, que uno debe poner límites aunque duela. Pero hay noches en las que el silencio pesa más que cualquier consejo.

Hoy sigo rentando el departamento a una pareja joven que siempre me saluda con respeto y gratitud. No sé qué pasará mañana ni si algún día Brandon entenderá mis razones.

A veces me pregunto: ¿En qué momento los hijos dejan de vernos como madres y empiezan a vernos como obstáculos? ¿Será posible sanar esta herida o ya es demasiado tarde para nosotros?