Entre las paredes que me vieron envejecer
—Mamá, no es justo que vivas sola en un departamento tan grande —me dijo Lucía, mi hija menor, con la voz temblorosa pero firme, mientras sus hijos jugaban a mis pies con los carritos de plástico.
Sentí un nudo en la garganta. Miré alrededor: las paredes color crema, el sillón gastado donde me sentaba a tejer, la foto de Ernesto y yo en el parque, hace más de cuarenta años. Todo aquí era mío, cada rincón tenía una historia. ¿Cómo podía explicarle a Lucía que no era sólo un departamento? Era mi vida entera.
—No es cuestión de justicia, Lucía —le respondí, tratando de mantener la calma—. Aquí está todo lo que soy. Aquí plantamos la ceiba con tu papá, ¿te acuerdas? Esa que ahora da sombra a medio edificio.
Ella suspiró, cansada. —Mamá, necesito ayuda. Los niños crecen y el alquiler sube cada año. Si tú te mudaras a una pieza más pequeña, podríamos alquilar este departamento y con ese dinero…
No la dejé terminar. —¿Y yo? ¿Dónde quedo yo?
Lucía bajó la mirada. Sentí rabia y tristeza mezcladas. No era la primera vez que hablábamos de esto, pero sí la primera vez que sentí que mi propia hija me veía como un estorbo.
Esa noche no dormí. Caminé descalza por el pasillo, tocando las paredes como si fueran mi única defensa contra el olvido. Pensé en Ernesto, en cómo siempre decía que este lugar era nuestro refugio. Pensé en mis amigas del barrio, en las tardes de café y risas, en los vecinos que me saludaban cada mañana desde hace décadas.
Al día siguiente, Lucía volvió con su hermana mayor, Mariana. Mariana siempre fue más diplomática, pero esa vez traía una carpeta con números y papeles.
—Mamá —dijo Mariana—, mira: si alquilamos el departamento, podrías vivir tranquila en una pieza cerca de nosotros. No estarías sola. Podrías ver a los niños todos los días.
—¿Y mis plantas? ¿Y mi balcón? ¿Y la ceiba? —pregunté, casi suplicando.
Lucía se encogió de hombros. —Podrías venir a visitarla…
Me sentí invisible. Como si mis recuerdos no valieran nada frente a sus necesidades. Pero también entendía su desesperación: Lucía trabajaba todo el día para mantener a sus hijos; Mariana tenía su propia familia y apenas podía ayudar.
Esa semana fue un infierno. Cada vez que abría la puerta de mi casa sentía miedo de perderla. Los vecinos empezaron a preguntar si me iba a mudar. Doña Rosa me trajo empanadas y me dijo al oído: “No se deje, señora Marta. Uno tiene derecho a su espacio”.
Una tarde, mientras regaba las plantas del balcón, vi a Lucía llorando en el parque con sus hijos. Me dolió verla así. Recordé cuando ella era niña y yo hacía malabares para pagar la renta y comprarles zapatos nuevos. ¿Ahora ella hacía lo mismo?
Esa noche la llamé.
—Lucía —le dije—, ven mañana sola. Necesitamos hablar.
Llegó temprano, con los ojos hinchados de tanto llorar.
—Perdóname, mamá —me dijo apenas entró—. No quiero hacerte daño. Sólo estoy cansada…
La abracé fuerte. Sentí su cuerpo temblar como cuando era niña y tenía miedo de las tormentas.
—Yo también estoy cansada —le confesé—. Pero este es mi hogar. No puedo dejarlo así nada más.
Nos sentamos juntas en el sillón viejo. Hablamos durante horas: de su soledad, de mi miedo a quedarme sin raíces, de los nietos que crecen demasiado rápido y de los recuerdos que pesan más con los años.
Al final llegamos a un acuerdo: yo ayudaría con algo de dinero para el colegio de los niños y ella dejaría de insistir con la mudanza por ahora. Pero ambas sabíamos que el problema seguía ahí, como una sombra alargada entre nosotras.
Los días pasaron y traté de volver a mi rutina: el café con las vecinas, las novelas en la tarde, las llamadas con Mariana para saber cómo estaban sus hijos. Pero algo había cambiado. Sentía miedo cada vez que sonaba el teléfono o alguien tocaba la puerta.
Una tarde encontré a Lucía sentada bajo la ceiba del parque, mirando al cielo.
—¿Sabes qué pienso? —me dijo sin mirarme— Que a veces la vida nos obliga a elegir entre lo que queremos y lo que necesitamos.
Me senté a su lado y le tomé la mano.
—Yo sólo quiero sentirme en casa —le respondí—. No quiero ser una carga para nadie… pero tampoco quiero ser una extraña en mi propio mundo.
Nos quedamos calladas mucho rato, escuchando el viento entre las hojas.
Hoy sigo aquí, entre estas paredes que me vieron envejecer. No sé cuánto tiempo más podré resistir la presión del dinero y del tiempo. Pero cada mañana abro la ventana y respiro hondo: este sigue siendo mi lugar.
¿Hasta cuándo podremos elegir nuestro propio destino sin lastimar a quienes amamos? ¿Cuántas veces más tendré que defender mi derecho a pertenecer aquí?