Entre las Sombras del Olvido: Mi Vida a los 67

—¿Y ahora qué hago, Dios mío?—susurré, apretando el borde de la mesa de la cocina, mientras el eco de la voz de mi hija, Mariana, aún retumbaba en mis oídos. “Mamá, entiéndelo, aquí no hay espacio para ti. Los niños apenas caben en su cuarto y Carlos trabaja desde casa. No podemos.”

Sentí el frío del piso subir por mis piernas cansadas. Tenía 67 años y, por primera vez desde que me convertí en madre, me sentía completamente sola. Mi esposo, Ernesto, había muerto hacía ya ocho años, llevándose consigo la mitad de mi vida y toda mi seguridad. Desde entonces, mi casa se fue llenando de silencios y de fotos viejas que nadie miraba.

Mi hijo menor, Julián, vive en Monterrey con su esposa y sus dos hijos. Cuando le llamé para preguntarle si podía quedarme con ellos un tiempo, su respuesta fue aún más seca que la de Mariana: “Mamá, tú sabes que Lucía y tú nunca se llevaron bien. No quiero problemas en mi casa.”

Me quedé mirando el teléfono, esperando que dijera algo más. Pero no. Solo un silencio incómodo y la promesa de llamarme después. Esa llamada nunca llegó.

En mi juventud, siempre pensé que la vejez sería tranquila, rodeada de mis hijos y nietos, como las abuelas de las telenovelas mexicanas que veía con mi mamá en Veracruz. Pero la realidad es otra. Aquí estoy, en una casa que se cae a pedazos, con goteras en el techo y una pensión que apenas alcanza para el mandado y los medicamentos para la presión.

A veces me pregunto si hice algo mal. ¿Fui demasiado estricta? ¿No les di suficiente amor? Recuerdo las noches en que me desvelaba cosiendo uniformes escolares o preparando tamales para venderlos en la colonia y así pagarles la universidad. ¿De qué sirvió tanto sacrificio si ahora me siento como una carga?

La vecina, Doña Rosa, dice que los tiempos han cambiado. “Ahora los hijos ya no quieren hacerse cargo de los padres. Antes uno vivía con los abuelos hasta que Dios los llamaba.” Pero yo no quiero ser una carga. Solo quiero sentirme acompañada, útil… amada.

El otro día fui al mercado y vi a una señora de mi edad vendiendo flores. Me acerqué a comprarle un ramito de gardenias y terminamos platicando más de una hora. Me contó que vive sola desde hace años y que sus hijos solo la visitan en Navidad. “Pero ya me acostumbré”, me dijo con una sonrisa triste. Yo no quiero acostumbrarme a esta soledad.

Esa noche, mientras cenaba un poco de pan con café, escuché el timbre del teléfono. Era Mariana otra vez.

—Mamá, ¿por qué no buscas un asilo? Hay uno cerca del centro que dicen que es bueno.

Sentí como si me hubieran dado una bofetada. ¿Un asilo? ¿Después de todo lo que hice por ellos? ¿Eso es lo que merezco?

—No soy un mueble viejo para guardar en una bodega—le respondí con voz temblorosa.

—No digas eso, mamá… Es solo que… aquí no podemos.—Su voz se quebró un poco, pero no lo suficiente como para convencerme de que realmente le dolía.

Colgué sin despedirme. Lloré toda la noche abrazando una foto vieja donde estábamos los cinco: Ernesto, Mariana, Julián, Paola (mi hija mayor) y yo. Todos sonriendo en la playa de Boca del Río.

Paola vive en Argentina desde hace años. Apenas nos hablamos por WhatsApp; siempre está ocupada con su trabajo en una ONG. Le escribí un mensaje largo contándole cómo me sentía. Tardó dos días en responder: “Mami, aquí tampoco tengo espacio ni dinero para traerte. Pero te quiero mucho.”

Me sentí invisible.

Al día siguiente fui a la iglesia del barrio. Me senté en la última banca y recé por paciencia, por resignación… por respuestas. El padre Tomás se me acercó después de misa.

—¿Cómo está, Doña Teresa?—me preguntó con esa voz suave que tiene para los viejitos.

—Sola, padre. Sola y sin saber qué hacer.—Le conté todo entre lágrimas.

Él me tomó la mano y me dijo: “A veces los hijos no entienden lo que sienten los padres hasta que les toca vivirlo. Pero usted no está sola; aquí tiene una comunidad.”

Salí de la iglesia sintiéndome un poco menos vacía. Pero al llegar a casa el silencio volvió a abrazarme como un sudario.

Esa tarde decidí llamar a Mariana una vez más.

—Hija, solo quiero saber si alguna vez piensas en mí.—Mi voz sonaba más débil de lo que quería admitir.

—Claro que pienso en ti, mamá… pero tengo mi vida.—Su respuesta fue rápida, casi automática.

—¿Y yo? ¿Ya no soy parte de tu vida?

No hubo respuesta.

Esa noche soñé con Ernesto. Me decía: “Tere, tienes que aprender a vivir para ti.”

Al despertar sentí una mezcla de tristeza y coraje. ¿Por qué las madres tenemos que desaparecer cuando ya no somos útiles? ¿Por qué nadie habla del miedo a envejecer sola?

Hoy escribo esto sentada junto a la ventana, viendo cómo el sol se esconde detrás de los tejados viejos del barrio. No sé qué haré mañana ni dónde viviré dentro de un año. Pero sé que no soy la única mujer en Latinoamérica enfrentando este doloroso dilema.

¿En qué momento dejamos de ser indispensables para nuestros hijos? ¿Será posible encontrar un nuevo sentido a esta etapa de la vida sin depender del amor ajeno?