Entre mi madre, mi suegra y yo: al borde del abismo
—¿Estás segura que no le va a hacer daño al bebé si sigues comiendo betabel? —preguntó mi suegra, doña Carmen, mientras removía el caldo rojo en la olla. El vapor llenaba la cocina, mezclándose con el olor a ajo y cebolla frita. Mi madre, doña Lupita, cruzó los brazos y soltó un suspiro tan largo que pensé que iba a desmayarse.
—Carmen, por favor, déjala en paz. Yo también comí betabel cuando estaba embarazada de ella y mírala, bien sana salió —dijo mi mamá, mirándome como si yo fuera la prueba viviente de su sabiduría ancestral.
Yo, sentada en la mesa con las piernas hinchadas y la cabeza a punto de estallar, solo quería un poco de silencio. Pero en esta casa, el silencio era un lujo imposible.
—¡Pero este es un caldo medicinal! —insistió mi suegra, levantando la cuchara como si fuera un cetro. —No es cualquier sopa. Mi abuela lo preparaba cuando alguien estaba débil o triste. Y tú, hija, te ves muy pálida últimamente.
—Mamá, ya cocinaste ese caldo tres días seguidos —intervino mi esposo, Alejandro, desde la puerta. —¿Puedo comer ya e irme al trabajo?
—¡Primero que coma tu esposa! —ordenó doña Carmen. —El bebé necesita fuerza.
Mi madre rodó los ojos y murmuró algo sobre supersticiones. Alejandro me miró con esa mezcla de ternura y resignación que solo los hombres que han crecido entre mujeres entienden.
La verdad es que yo tampoco sabía qué hacer. Estaba embarazada de siete meses, agotada por el calor y por las expectativas de dos mujeres que parecían competir por el título de mejor abuela antes de tiempo. Cada una tenía su receta secreta, su remedio infalible y su opinión sobre cómo debía vivir mi embarazo.
—¿Y tú qué piensas, hija? —preguntó mi mamá, mirándome con esos ojos que siempre buscan aprobación.
—Solo quiero comer tranquila —respondí, tratando de no llorar.
Pero ni siquiera eso era posible. Porque en esta casa todo era motivo de discusión: si debía dormir del lado izquierdo o derecho, si podía tomar café descafeinado o no, si debía ponerle nombre indígena o español al bebé.
Esa noche, después de cenar el dichoso caldo por tercera vez, me encerré en el baño y lloré en silencio. Escuchaba a mi madre y a mi suegra discutir en la sala sobre cuál cuna era mejor: la de madera que había heredado mi mamá o la nueva de plástico que trajo doña Carmen del mercado.
Alejandro tocó la puerta suavemente.
—¿Estás bien?
—No lo sé —le respondí entre sollozos. —Siento que no tengo voz en nada. Todo el mundo decide por mí.
Él me abrazó y me prometió que hablaría con ellas. Pero yo sabía que no era tan fácil. En nuestra cultura, las madres y las suegras son fuerzas de la naturaleza: te cuidan, te protegen… pero también te asfixian.
Al día siguiente, mientras barría la sala para distraerme, escuché a mi madre hablando por teléfono con mi tía Rosa:
—Esta Carmen no entiende nada. Quiere imponer sus costumbres como si las mías no valieran…
Y luego a doña Carmen en la cocina:
—Lupita piensa que porque es su hija puede decidir todo… pero yo también soy abuela.
Me sentí invisible. Como si solo fuera el campo de batalla donde dos generaciones peleaban por el control.
Esa tarde exploté. Estábamos las tres en la cocina cuando mi suegra empezó otra vez:
—Mira, hija, te traje unas hojas de epazote para ponértelas en los pies. Así hacía mi mamá cuando estaba embarazada…
Mi madre bufó:
—Eso no sirve para nada. Mejor que se ponga unas compresas frías.
—¡Ya basta! —grité tan fuerte que hasta el perro se escondió debajo de la mesa.
Las dos se quedaron calladas. Sentí sus miradas clavadas en mí como cuchillos calientes.
—Estoy cansada —dije temblando—. Cansada de que decidan por mí, de que peleen todo el tiempo. Este es MI embarazo, es MI hijo… ¡Déjenme respirar!
Mi mamá se acercó primero. Me tomó la mano con suavidad.
—Perdón, hija… solo quiero ayudarte.
Doña Carmen bajó la mirada.
—Yo también…
Por primera vez en meses hubo silencio. Un silencio incómodo pero necesario.
Esa noche dormí mejor. Al día siguiente, ambas mujeres intentaron ceder un poco: mi mamá dejó que doña Carmen preparara su caldo sin protestar; doña Carmen aceptó que yo eligiera el nombre del bebé sin opinar.
Pero la paz era frágil. Bastaba una chispa para encender otra discusión: sobre los pañales ecológicos o los desechables; sobre si debía bautizar al niño o esperar; sobre si debía volver a trabajar después del parto o quedarme en casa.
Un día, mientras amamantaba a mi hijo recién nacido y veía a ambas abuelas mirarlo con lágrimas en los ojos, entendí algo: ellas también tenían miedo. Miedo de perderme, miedo de no ser necesarias, miedo de quedarse solas.
Me acerqué a ellas y les dije:
—Gracias por cuidarme… pero necesito aprender a ser mamá a mi manera. ¿Pueden confiar en mí?
Mi madre me abrazó fuerte. Doña Carmen asintió con lágrimas en los ojos.
Hoy mi hijo tiene dos años. Las discusiones no han desaparecido del todo, pero aprendimos a escucharnos más y a respetar nuestros espacios. A veces pienso en todas las mujeres latinas atrapadas entre tradiciones y expectativas familiares… ¿Cuántas veces hemos sentido que no tenemos voz? ¿Cuándo aprenderemos a poner límites sin sentir culpa?