Entre ollas y silencios: la historia de Mariana
—¿Por qué no puedes ser como Laura? —me soltó Julián mientras dejaba caer el plato sobre la mesa, el ruido seco rebotando en las paredes de nuestra pequeña cocina en Belén, Medellín.
Sentí el calor subirme a las mejillas, pero no respondí. ¿Cuántas veces había escuchado esa frase en los últimos meses? Laura, la esposa de su amigo Andrés, la que hace arepas perfectas y mantiene la casa impecable. Laura, la que parece tener una sonrisa pegada al rostro y nunca se queja. Laura, el fantasma que se sienta a cenar con nosotros cada noche.
—¿Sabes qué me dijo Andrés hoy? Que Laura le prepara jugo natural todas las mañanas y hasta le deja la ropa lista para el trabajo. —Julián me miró esperando una reacción, pero yo solo apreté los labios.
No sabe que anoche me quedé hasta tarde revisando las cuentas, buscando cómo estirar el sueldo para pagar la matrícula de Camila, nuestra hija mayor. No sabe que me duele la espalda de limpiar casas ajenas todo el día para poder comprarle los cuadernos a Samuel. No sabe que a veces me siento tan cansada que ni siquiera tengo fuerzas para llorar.
—¿Me escuchaste, Mariana? —insistió él, con ese tono que mezcla fastidio y decepción.
—Sí, Julián. Te escuché —respondí bajito, recogiendo los platos mientras él encendía el televisor para ver el partido.
En la sala, Camila hacía tareas en silencio. Samuel jugaba con un carrito viejo. Yo los miré y sentí una punzada en el pecho. ¿Qué ejemplo les estaba dando? ¿Que una mujer debe aguantar comparaciones y callar? ¿Que su valor depende de lo bien que cocine o limpie?
Esa noche, mientras doblaba la ropa en la habitación, Julián entró sin mirarme.
—Mañana vamos a cenar donde Andrés y Laura. Ojalá aprendas algo —dijo antes de meterse al baño.
Me quedé sentada en la cama, con las manos temblando. Recordé cuando nos conocimos en la universidad, cuando soñábamos con viajar juntos y construir una vida diferente. ¿En qué momento nos perdimos?
Al día siguiente, después de limpiar tres apartamentos y correr a buscar a Samuel al colegio, llegué a casa agotada. Apenas tuve tiempo de preparar algo sencillo antes de salir hacia la casa de Andrés y Laura.
La casa olía a pan recién horneado. Laura nos recibió con una sonrisa perfecta y un delantal limpio. La mesa estaba llena de platos coloridos: bandeja paisa, jugos naturales, postres caseros. Julián me miró como diciendo «¿ves?».
Durante la cena, Andrés habló de su nuevo ascenso en el banco. Laura contó cómo había decorado la casa ella sola. Yo solo asentía, sintiéndome cada vez más pequeña.
En un momento, Camila tiró sin querer un vaso de jugo. El líquido se esparció por el mantel blanco. Sentí la mirada de Julián clavarse en mí.
—Perdón, mami —susurró Camila, con los ojos llenos de lágrimas.
Laura se apresuró a limpiar el desastre sin perder la sonrisa.
—No te preocupes, mi amor. Eso pasa —le dijo a Camila con dulzura.
De regreso a casa, Julián guardó silencio. Yo también. Al llegar, los niños se fueron directo a dormir. Me senté en la cocina oscura y dejé que las lágrimas corrieran por fin.
Al día siguiente, mientras barría el piso del apartamento donde trabajo, escuché a las señoras del edificio hablar sobre sus propias vidas: maridos ausentes, hijos rebeldes, sueños postergados. Me di cuenta de que no estaba sola en mi cansancio ni en mi tristeza.
Esa noche, cuando Julián volvió del trabajo, lo esperé sentada en la sala.
—Julián —le dije con voz firme—, necesito que me escuches.
Él se sorprendió al verme tan seria.
—¿Qué pasa?
—Estoy cansada de que me compares con Laura. No sabes lo que hago cada día para que esta familia salga adelante. No soy ella ni quiero serlo. Soy Mariana y hago lo mejor que puedo con lo que tenemos.
Él guardó silencio largo rato. Por primera vez en mucho tiempo, me miró realmente a los ojos.
—No sabía que te sentías así —murmuró al fin.
—No tienes idea de nada —le respondí suavemente—. No sabes lo difícil que es cargar con tus expectativas y las de todos los demás. No sabes lo sola que me siento a veces.
Julián bajó la cabeza. No dijo nada más esa noche.
Pasaron los días y las comparaciones disminuyeron. No desaparecieron del todo, pero ya no eran cuchillos diarios. Empecé a hablar más con mis hijos sobre lo importante que es valorar el esfuerzo propio y no dejarse aplastar por las expectativas ajenas.
A veces Julián ayuda a poner la mesa o pregunta cómo estuvo mi día. No es perfecto, pero es un comienzo.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿cuántas mujeres viven callando dolores parecidos? ¿Cuántas veces nos medimos con reglas ajenas sin darnos cuenta del daño que nos hacemos?
¿Hasta cuándo vamos a permitir que nos comparen sin levantar la voz? ¿Y tú? ¿Te has sentido alguna vez invisible dentro de tu propia casa?