Entre Paredes Agrietadas y Gritos Nocturnos: El Sueño Que Se Desmoronó
—¡Santiago, por favor, ya basta! —grité, sintiendo cómo mi voz rebotaba en las paredes húmedas y descascaradas del comedor. Eran las once de la noche y mi hijo seguía corriendo por la casa, golpeando las puertas, lanzando sus juguetes contra el suelo de baldosas frías. Mi esposo, Andrés, estaba sentado en el sofá, con la mirada perdida en la pantalla del celular, fingiendo no escuchar los gritos ni el llanto que ya era parte del fondo sonoro de nuestras noches.
Nunca imaginé que mi vida sería así. Cuando era niña en Medellín, jugaba a ser mamá con mis muñecas de trapo. Les preparaba camitas con retazos de tela y les cantaba canciones de cuna. Soñaba con una casa llena de risas, paredes pintadas de colores cálidos y un jardín donde los niños pudieran correr libres. Pero la vida adulta me dio otra cosa: una casa vieja en un barrio popular de Bogotá, con goteras en el techo y un hijo que parecía siempre estar al borde de un estallido.
La primera vez que vi la casa, sentí una mezcla de ilusión y miedo. Andrés me apretó la mano y me dijo: —Con trabajo y amor, la vamos a dejar hermosa. Pero el trabajo nunca alcanzó y el amor empezó a desgastarse como la pintura de las paredes.
Santiago nació prematuro. Desde el principio fue un niño inquieto, difícil de calmar. Los médicos decían que era normal, que algunos niños simplemente eran más intensos. Pero a los tres años, cuando empezó a romper cosas y a gritar sin razón aparente, supe que algo no estaba bien. Las vecinas murmuraban cuando lo veían haciendo berrinches en la tienda o tirado en el suelo del parque.
—Ese niño necesita mano dura —me decía doña Rosa, la señora del puesto de arepas.
Pero yo no quería ser dura. Quería ser la mamá dulce que soñé ser. Sin embargo, cada día era una batalla: por las mañanas para vestirlo, por las tardes para que hiciera la tarea, por las noches para que durmiera. Andrés empezó a llegar cada vez más tarde del trabajo. Decía que estaba cansado, pero yo sabía que quería evitar el caos de nuestra casa.
Una noche, después de otro berrinche interminable, me senté en el piso del baño y lloré en silencio. Sentí que me estaba perdiendo a mí misma entre los gritos de Santiago y las discusiones con Andrés. La casa crujía con cada paso, como si también ella estuviera cansada de sostenernos.
—¿Por qué no podemos ser una familia normal? —le pregunté a Andrés una madrugada, cuando Santiago finalmente se había dormido.
Él suspiró y me miró con ojos tristes:
—No sé, Laura. Tal vez nunca lo fuimos.
Empezamos a discutir por todo: por el dinero que no alcanzaba para arreglar el techo, por los informes del colegio donde decían que Santiago era «problemático», por mi cansancio crónico y su indiferencia creciente. Una tarde, mientras lavaba los platos con agua fría porque el calentador se había dañado otra vez, escuché a Andrés decirle a su mamá por teléfono:
—No sé cuánto más voy a aguantar.
Sentí una puñalada en el pecho. ¿Aguantar qué? ¿A mí? ¿A Santiago? ¿A esta vida que ninguno eligió realmente?
Las grietas en las paredes parecían crecer cada día. Un día encontré humedad en el cuarto de Santiago; sus dibujos pegados con cinta se estaban deshaciendo. Él lloró desconsolado:
—¡Todo se rompe aquí! ¡Nada sirve!
Intenté abrazarlo pero me empujó. Me miró con rabia y tristeza al mismo tiempo. Me di cuenta de que él también estaba cansado de luchar contra un mundo que parecía siempre estar en su contra.
Empecé a buscar ayuda. Fui al centro comunitario del barrio y hablé con la psicóloga. Me dijo que Santiago tenía un temperamento fuerte pero que no era culpa mía ni de él. Me recomendó paciencia y rutinas claras. Pero ¿cómo tener paciencia cuando no duermes bien hace años? ¿Cómo crear rutinas cuando todo se desmorona?
Una noche, mientras intentaba dormir entre el frío y el ruido de la lluvia filtrándose por el techo roto, escuché a Andrés empacar una maleta.
—Me voy unos días donde mi mamá —dijo sin mirarme—. Necesito pensar.
Me quedé sola con Santiago y la casa rota. Los días siguientes fueron un infierno: él gritaba más fuerte, yo lloraba más bajo. Pero algo cambió en mí. Empecé a dejar de esperar que todo mejorara mágicamente. Llamé a mi hermana Mariana en Cali y le pedí ayuda. Ella vino unos días y me ayudó a limpiar la humedad, a pintar una pared aunque fuera solo una.
—No tienes que hacerlo sola —me dijo mientras fregábamos juntas.
Poco a poco empecé a aceptar que mi sueño de familia perfecta no iba a cumplirse como lo imaginé. Empecé a buscar pequeños momentos de paz: leerle un cuento corto a Santiago aunque él solo escuchara dos minutos antes de irse corriendo; tomarme un café caliente mientras él veía caricaturas; reírme con Mariana recordando nuestra infancia pobre pero feliz en Medellín.
Andrés volvió después de dos semanas. No hablamos mucho al principio. Él se veía más viejo, más cansado también.
—No sé si esto va a funcionar —me dijo una noche.
—Yo tampoco —le respondí—. Pero quiero intentarlo… aunque sea solo por hoy.
Empezamos terapia familiar en el centro comunitario. No fue fácil ni bonito; hubo gritos, reproches y silencios incómodos. Pero también hubo momentos en los que Santiago nos abrazó sin motivo o nos miró con esos ojos grandes llenos de preguntas.
La casa sigue vieja; las goteras aparecen cada invierno y la pintura se cae en pedazos pequeños como si fueran lágrimas secas. Pero aprendí a ver belleza en lo imperfecto: en los dibujos torcidos de Santiago pegados sobre las manchas de humedad; en los domingos caóticos donde todos terminamos comiendo arroz con huevo porque no hay plata para más; en los abrazos tímidos después de una pelea.
A veces me pregunto si alguna vez tendré esa vida tranquila y cálida que soñé de niña. Pero ahora sé que la verdadera fortaleza está en seguir adelante incluso cuando todo parece desmoronarse.
¿Será que algún día podré mirar atrás sin sentir culpa ni tristeza? ¿Cuántas mujeres estarán viviendo lo mismo detrás de paredes agrietadas como las mías?