Entre platos sucios y corazones rotos: La historia de una madre mexicana
—¿Por qué siempre tengo que ser yo la que lave los trastes? —la voz de Mariana, mi nuera, retumbó en la cocina, mezclándose con el sonido del agua y el tintinear de los platos.
Me quedé parada junto al fregadero, con las manos húmedas y el corazón encogido. No era la primera vez que sentía ese nudo en la garganta, pero sí la primera vez que mi hijo, Daniel, me miraba con esos ojos fríos, como si yo fuera una extraña en mi propia casa.
—Mamá, ya déjala en paz —dijo Daniel, sin levantar la vista del celular—. Mariana está cansada, acaba de llegar del trabajo.
Tragué saliva. ¿Cansada? ¿Y yo? ¿Acaso alguien se preguntó alguna vez cómo me sentía yo?
Mi nombre es Rosa María y tengo 52 años. Hace treinta años, cuando tenía apenas 22, mi vida cambió para siempre. Mi esposo, Julián, se fue una mañana cualquiera. Me dejó sola con Daniel, que apenas tenía dos años. Recuerdo que esa noche no pude dormir; el miedo me apretaba el pecho y no sabía cómo iba a alimentar a mi hijo al día siguiente. Julián se fue porque, según él, estaba harto de los problemas: de trabajar para mantenernos, de gastar en pañales y leche en vez de cervezas y fiestas con sus amigos. Lo supe después: se fue con otra mujer.
Desde entonces, Daniel fue mi razón de vivir. Trabajé limpiando casas ajenas, lavando ropa por encargo y vendiendo tamales en la esquina para que nunca le faltara nada. Me prometí que él tendría una vida diferente; que nunca sentiría el abandono ni la soledad que yo sentí esa noche.
Pero ahora, parado frente a mí en la cocina de la casa que construimos juntos —porque sí, esta casa la levanté yo con mis manos y mis desvelos—, Daniel me mira como si fuera una carga.
—Mariana, solo te pedí que lavaras los platos —dije en voz baja—. Yo cociné para todos…
—¡Siempre lo mismo! —interrumpió Mariana—. ¿Por qué no le dices nada a Daniel? Él también puede lavar.
Daniel suspiró y se levantó de la mesa.
—Ya basta, mamá. Siempre estás buscando problemas. ¿No puedes dejar de meterte en nuestra vida?
Sentí cómo se me rompía algo adentro. ¿Buscar problemas? ¿Yo?
Me fui a mi cuarto y cerré la puerta. Me senté en la cama y miré las fotos viejas en la pared: Daniel en su primer día de escuela; Daniel abrazándome con sus manitas pequeñas; Daniel graduándose de la prepa. Todo lo hice por él. Todo.
Esa noche no cené. Escuché sus risas desde la sala mientras veían televisión. Me pregunté si alguna vez entenderían cuánto duele sentirse invisible en tu propia casa.
Al día siguiente, Mariana salió temprano al trabajo y Daniel se quedó dormido hasta tarde. Aproveché para limpiar la casa: barrí el patio, lavé los baños y preparé el desayuno. Cuando Daniel bajó, me miró con fastidio.
—¿Por qué sigues haciendo todo tú sola? —me preguntó—. Ya no tienes que demostrar nada.
—No lo hago para demostrar nada —le respondí—. Lo hago porque así me enseñaron: la casa es de todos y todos debemos ayudar.
Daniel bufó.
—Mamá, ya no estamos en los tiempos de antes. Mariana trabaja mucho y yo también. No puedes esperar que ella haga todo solo porque es mujer.
Me quedé callada. No era eso lo que quería decir. Solo quería un poco de ayuda, un poco de consideración. Pero parecía que cada palabra mía era una ofensa.
Pasaron los días y el ambiente se volvió más tenso. Mariana llegaba tarde y apenas me saludaba. Daniel se encerraba en su cuarto o salía con sus amigos. Yo me refugiaba en mis plantas del patio, hablando con ellas como si pudieran escucharme.
Una tarde, mientras regaba las bugambilias, escuché a Mariana hablando por teléfono en el cuarto contiguo:
—No sé cuánto más voy a aguantar —decía—. La mamá de Daniel es demasiado controladora… Siempre está encima de mí, como si yo fuera su sirvienta…
Sentí un golpe en el pecho. ¿Eso pensaba de mí? ¿Que era una controladora? ¿Después de todo lo que hice por ellos?
Esa noche, cuando Daniel llegó del trabajo, lo esperé en la sala.
—Hijo —le dije—, ¿podemos hablar?
Él se sentó frente a mí, cruzando los brazos.
—¿Ahora qué pasó?
—Solo quiero saber si… si te molesta que esté aquí. Si prefieres que me vaya…
Daniel me miró sorprendido.
—¿Por qué dices eso?
—Porque siento que estorbo… Que ya no soy bienvenida en mi propia casa…
Daniel guardó silencio unos segundos antes de responder:
—Mamá… Mariana y yo necesitamos nuestro espacio. Ya somos una familia… Tú siempre quieres controlar todo y eso nos está afectando…
Sentí cómo las lágrimas me llenaban los ojos.
—¿Controlar? Solo quiero ayudar…
—A veces tu ayuda no ayuda —dijo él suavemente—. A veces solo queremos hacer las cosas a nuestra manera…
Me levanté sin decir nada más y me fui al cuarto. Esa noche lloré como no lo hacía desde que Julián se fue.
Al día siguiente tomé una decisión: empacar mis cosas e irme a casa de mi hermana Lupita, al otro lado del pueblo. Cuando Daniel llegó y vio las maletas junto a la puerta, se quedó pálido.
—¿Te vas? —preguntó incrédulo.
Asentí con la cabeza.
—Sí, hijo. Creo que es lo mejor para todos…
Mariana salió del cuarto y al verme con las maletas bajó la mirada.
—No queremos que te vayas —dijo Daniel en voz baja—. Solo queremos un poco de espacio…
Lo miré a los ojos y vi al niño que crié sola durante tantos años. El niño que prometí proteger del dolor y la soledad.
—A veces el amor también sabe soltar —le dije—. Pero nunca olvides todo lo que hice por ti…
Salí de esa casa sintiendo que dejaba atrás una parte de mí misma. En casa de Lupita encontré consuelo y comprensión; ella también había pasado por algo parecido con sus hijos mayores.
Con el tiempo, Daniel empezó a visitarme más seguido; a veces venía solo, otras veces traía a Mariana y a mis nietos. Poco a poco fuimos sanando las heridas, pero nunca volvió a ser igual.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿En qué momento pasamos de ser inseparables a convertirnos en extraños bajo el mismo techo? ¿Será cierto que las madres debemos aprender a soltar incluso cuando nos duele el alma?