Entre platos y secretos: Lo que vi en la casa de Emiliano
—¿Por qué todos comen del mismo plato? —pregunté en voz baja, casi temblando, mientras veía cómo la mamá de Emiliano ponía una montaña de arroz y frijoles en el centro de la mesa, y todos, uno tras otro, metían la cuchara sin mirarse a los ojos.
No era la primera vez que visitaba otra casa, pero sí la primera vez que sentía que el mundo se me desmoronaba bajo los pies. En mi casa, allá en Comitán, Chiapas, éramos ocho hermanos y apenas alcanzaba para lo básico, pero mi mamá siempre decía: “La dignidad no se lava con dinero, hija. Cada quien con su plato y su cuchara”. Y así crecimos: compartiendo todo, menos la comida del plato.
Emiliano me miró de reojo, incómodo. —Así se hace aquí —susurró—. No digas nada, por favor.
Pero ¿cómo no decir nada? ¿Cómo no sentir ese nudo en la garganta cuando vi a su hermana menor, Lucía, limpiarse la boca con la mano antes de volver a meter la cuchara? ¿Cómo no pensar en mi mamá, que lavaba los platos uno por uno con agua fría y jabón de barra porque “la limpieza es respeto”? Hace apenas un mes, mis papás habían comprado una zafacón de plástico para los trastes y hasta una pequeña lavadora de platos usada que mi tía trajo de Tapachula. Era nuestro orgullo.
Esa noche, después de cenar, me encerré en el cuarto de Emiliano. Él entró después, cerrando la puerta con cuidado.
—¿Te molesta mucho? —me preguntó, bajando la voz como si temiera que las paredes escucharan.
—No es eso… Es que… No sé. Me siento rara. En mi casa nunca vi algo así. Ni cuando no teníamos ni para tortillas —le respondí, sintiendo las lágrimas arderme en los ojos.
Emiliano suspiró. —Aquí todo es diferente. Mi papá dice que así se ahorra agua y tiempo. Que si todos somos familia, ¿qué importa?
Pero yo sentía que sí importaba. Que había algo más detrás de esa costumbre. Algo que no entendía del todo.
Al día siguiente, mientras ayudaba a su mamá a pelar papas en el patio trasero, me atreví a preguntar:
—¿Siempre han comido así?
Ella me miró con una mezcla de cansancio y resignación. —Desde que me casé con don Rogelio. En mi casa no era así, pero aquí… él manda.
Sentí un escalofrío. Recordé las veces que mi papá llegaba borracho y gritaba, pero nunca nos obligó a compartir el plato. Nunca nos quitó ese pequeño espacio propio.
Esa tarde, mientras los niños jugaban en el patio y Emiliano arreglaba la moto con su papá, escuché una discusión en la cocina. Me acerqué despacio y oí a Lucía llorar:
—¡No quiero comer así! ¡Me da asco!
La voz dura de don Rogelio retumbó: —¡Aquí se hace lo que yo digo! Si no te gusta, no comes.
Me quedé helada. Quise entrar y abrazar a Lucía, decirle que tenía razón, que no estaba sola. Pero mis piernas no respondieron.
Esa noche, Emiliano me llevó al parque para hablar lejos de su casa.
—¿Sabes por qué insisto tanto en irnos juntos a Mérida? —me dijo—. Porque aquí nunca va a cambiar nada. Mi papá es así desde siempre. Mi mamá ya ni pelea. Yo… yo sólo quiero una vida diferente contigo.
Me quedé callada. Pensé en mis hermanos, en mi mamá luchando por cada pequeño avance: un vaso para cada quien, una toalla propia, un poco de privacidad. Pensé en lo fácil que es perder la dignidad cuando alguien más decide por ti.
—¿Y si nos vamos? —le pregunté—. ¿Y si dejamos todo esto atrás?
Emiliano sonrió por primera vez en días. —Contigo me atrevo a todo.
Pero esa noche no dormí. Escuché a Lucía llorar bajito en su cuarto. Oí a doña Marta suspirar largo antes de dormir. Y sentí una rabia sorda contra don Rogelio y contra todos los hombres como él que creen que pueden decidir hasta cómo se come en una casa.
Pasaron los días y la tensión crecía. Una tarde, mientras lavaba ropa con doña Marta en el lavadero del patio, ella me confesó:
—A veces sueño con irme lejos… Pero ¿a dónde voy con cuatro hijos? Aquí estoy atrapada.
Le tomé la mano sin decir nada. Sentí su piel áspera y cansada. Pensé en mi mamá y en todas las mujeres que conozco: luchadoras silenciosas, invisibles para el mundo.
El último día antes de regresar a Comitán, Lucía se acercó a mí mientras colgábamos ropa al sol.
—¿Tú crees que algún día pueda comer sola? —me preguntó con voz bajita.
La abracé fuerte.
—Claro que sí, Lucía. Algún día vas a tener tu propio plato y nadie te va a decir cómo comer.
Esa promesa me dolió más que cualquier otra cosa.
Cuando Emiliano y yo nos despedimos para tomar el autobús rumbo al norte, sentí que dejaba atrás algo más que una casa ajena: dejaba una herida abierta en una familia atrapada entre costumbres y miedo.
Ahora escribo esto desde Mérida, donde Emiliano y yo compartimos un cuartito pequeño pero lleno de sueños nuevos. Cada quien tiene su plato y su cuchara; lavamos los trastes juntos aunque no tengamos lavadora ni agua caliente todos los días. A veces discutimos por tonterías, pero siempre recordamos lo importante: el respeto propio y mutuo.
A veces me pregunto: ¿cuántas familias viven atrapadas en costumbres que les roban la dignidad? ¿Cuántas Lucías siguen esperando su propio plato? ¿Y cuántos don Rogelio siguen decidiendo por todos sin escuchar?
¿Ustedes qué harían si vieran algo así en la familia de alguien a quien aman? ¿El amor basta para romper cadenas tan viejas?