Entre Sombras y Esperanza: El Refugio de Mamá
—¡No puedes seguir así, mamá! ¡No puedes!—grité, con la voz quebrada y las manos temblorosas, mientras la lluvia golpeaba los ventanales de la sala. Mi madre, sentada en el sillón donde solía tejer con mi abuela, me miró con esos ojos oscuros llenos de cansancio y terquedad. Mi hermana menor, Camila, apenas levantó la vista del celular, y su esposo, Julián, fingía leer el periódico viejo que nunca cambiaba de página.
Todo comenzó cuando la abuela murió. Mamá se quedó sola en esa casa enorme de San Miguel de Tucumán, con cuatro habitaciones llenas de recuerdos y un silencio que le pesaba en el pecho. Yo ya vivía en Buenos Aires, luchando por sobrevivir entre dos trabajos y un alquiler imposible. Camila, en cambio, siempre fue la consentida. Tenía 24 años y acababa de casarse con Julián, un tipo callado que nunca me cayó bien del todo. Cuando mamá les propuso mudarse con ella «para no estar sola», aceptaron sin dudarlo. Yo supe desde el primer momento que algo no iba a salir bien.
Al principio todo parecía perfecto: mamá cocinaba para ellos, les lavaba la ropa y hasta les daba dinero «por si les faltaba algo». Pero pronto la casa se llenó de discusiones. Camila empezó a llegar tarde, Julián perdió el trabajo y pasaba los días encerrado en la habitación viendo partidos de fútbol. Mamá justificaba todo: “Están pasando por un momento difícil”, decía. Pero yo veía cómo su mirada se apagaba cada vez más.
Un día recibí una llamada de mamá a las tres de la mañana. Lloraba desconsolada. “No sé qué hacer, hija. Camila me grita todo el tiempo. Julián no me habla. Siento que estorbo en mi propia casa”. Tomé el primer colectivo al día siguiente y viajé toda la noche para llegar a Tucumán.
Al abrir la puerta sentí el olor a humedad mezclado con el perfume barato de Camila. La casa estaba desordenada, platos sucios en la mesa y ropa tirada por todos lados. Mamá me abrazó fuerte, como si yo pudiera salvarla del abismo en el que se había caído.
—¿Por qué no me dijiste antes que estaban así?—le pregunté mientras le preparaba un mate.
—No quería preocuparte… Además, son mi familia. ¿Qué iba a hacer? ¿Echarlos a la calle?
Esa noche escuché a Camila gritarle a mamá porque no había comprado su yogur favorito. Julián ni se inmutó. Me hervía la sangre. Al día siguiente intenté hablar con mi hermana.
—Cami, ¿no te das cuenta de cómo está mamá?—le dije en voz baja para no despertar a Julián.
—Ay, Belén, no empieces vos también. Mamá siempre fue dramática. Además, nos ayuda porque quiere.
No podía creer lo que escuchaba. ¿En qué momento mi hermana se había vuelto tan egoísta? ¿O era yo la que no entendía nada?
Los días pasaron y el ambiente se volvió irrespirable. Mamá lloraba en silencio; Camila y Julián vivían como si fueran huéspedes de hotel. Una tarde encontré a mamá sentada en el patio, mirando las plantas secas de la abuela.
—¿Te acordás cuando plantamos esas rosas?—me preguntó con una sonrisa triste.
—Sí, mamá…
—A veces pienso que me equivoqué en todo. Que no supe ser madre…
Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo decirle que no era culpa suya? Que había dado demasiado y ahora nadie sabía cómo vivir sin su ayuda.
Esa noche tomé una decisión. Llamé a Camila y Julián al comedor.
—Esto no puede seguir así—dije firme—. Mamá está mal y ustedes no pueden seguir aprovechándose de ella.
Camila se levantó furiosa:
—¡¿Aprovechándonos?! ¡Nosotros también le hacemos compañía!
Julián murmuró algo ininteligible y salió al patio.
—Cami, si realmente querés a mamá, tenés que empezar a valerte por vos misma. No podés vivir toda la vida esperando que te resuelvan los problemas.
Mamá lloraba en silencio mientras yo hablaba. Sentí que estaba rompiendo algo sagrado pero necesario.
Esa semana busqué trabajo para Julián y hablé con una amiga para conseguirle a Camila un puesto en una tienda del centro. Les ayudé a buscar un departamento pequeño cerca del mercado del Norte. No fue fácil: Camila me odió durante días; mamá se sintió traicionada por mí y por ella misma.
El día que se mudaron hubo un silencio extraño en la casa. Mamá caminaba como un fantasma entre las habitaciones vacías.
—¿Hice bien?—me preguntó con voz temblorosa.
—Sí, mamá. Ahora vas a poder respirar… Y ellos también.
Pasaron meses antes de que todo volviera a un equilibrio frágil. Camila aprendió a cocinar sola; Julián consiguió un trabajo estable; mamá empezó a ir al club de jubilados y hasta adoptó un perro callejero al que llamó Pancho.
A veces me pregunto si hice lo correcto o si fui demasiado dura. Pero cuando veo a mamá sonreír otra vez o escucho a Camila contarme sus pequeños logros por teléfono, siento que el dolor valió la pena.
¿Hasta dónde debemos llegar para proteger a quienes amamos? ¿Cuándo el amor se convierte en una jaula? Ojalá alguien tenga respuestas mejores que las mías.