Entre Sombras y Esperanza: La Historia de Dos Hermanas
—¡No me hables así, Lucía! —grité mientras la puerta del cuarto se cerraba de golpe, haciendo temblar los vidrios sucios de nuestra casa en Iztapalapa. El reloj marcaba las cinco y media de la mañana y el sol apenas asomaba entre los techos de lámina. Mi corazón latía tan fuerte que sentía que iba a explotar.
Me quedé unos segundos mirando la puerta, esperando que Lucía saliera, que me dijera algo, cualquier cosa. Pero solo escuché el silencio. Un silencio pesado, lleno de resentimiento y palabras no dichas. Caminé hacia la cocina arrastrando los pies, con los ojos hinchados por no dormir y por llorar en silencio toda la noche.
Mi papá seguía dormido en el sillón, con la televisión encendida en algún canal de noticias. Me acerqué despacio y le apagué la tele. Le acomodé una cobija sobre los hombros; desde que mamá se fue hace dos años, él ya no es el mismo. Trabaja todo el día como chofer de microbús y llega tan cansado que apenas puede hablar. Yo, Mariana, con diecisiete años, me convertí en la mujer de la casa sin quererlo.
Mientras preparaba café y unos huevos revueltos, pensaba en lo que Lucía me había dicho anoche:
—Tú no eres mi mamá, Mariana. Deja de decirme qué hacer.
Tenía razón. No era su mamá. Solo era su hermana mayor, pero desde que mamá nos dejó por irse con ese tipo a Veracruz, todo cambió. Lucía tenía catorce años y empezó a llegar tarde, a faltar a la escuela, a juntarse con gente rara del barrio. Yo trataba de cuidarla, pero ella solo veía en mí una carcelera.
El olor del café llenó la cocina y sentí un nudo en la garganta. ¿En qué momento nos convertimos en enemigas? Antes jugábamos juntas en el parque, nos reíamos viendo telenovelas y compartíamos secretos bajo las sábanas. Ahora solo había gritos y reproches.
—¿Ya está el desayuno? —escuché la voz ronca de mi papá detrás de mí.
—Sí, pa’, ya casi —respondí, tratando de sonar animada.
Él se sentó a la mesa y me miró con esos ojos tristes que ya no brillan como antes.
—¿Y Lucía?
—En su cuarto —mentí. No quería decirle que anoche Lucía me gritó que se iba a ir de la casa apenas cumpliera quince años.
Comimos en silencio. Afuera se escuchaban los gritos del panadero y el ruido lejano del metro. Mi papá se levantó, se puso su chamarra vieja y me besó la frente.
—Cuida a tu hermana —me dijo antes de salir.
Me quedé sola en la cocina, mirando el plato vacío de Lucía. Decidí llevarle el desayuno a su cuarto. Toqué suavemente la puerta.
—Lucía… ¿puedo pasar?
No hubo respuesta. Empujé despacio y vi que su cama estaba vacía. Sobre la almohada había una hoja doblada:
“Mariana,
No aguanto más aquí. No soy feliz. No quiero seguir viviendo como si nada hubiera pasado cuando todo está roto. No me busques.”
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Corrí al clóset: faltaba su mochila azul y algo de ropa. Salí corriendo a la calle, preguntando a los vecinos si la habían visto. Nadie sabía nada.
Volví a casa desesperada. Me senté en el suelo del cuarto de Lucía y abracé su almohada, llorando como nunca antes. Recordé cuando mamá nos peinaba antes de ir a la escuela, cuando hacíamos fila para comprar tamales los domingos… ¿Por qué todo tenía que ser tan difícil?
Pasaron las horas y mi papá regresó del trabajo. Cuando le conté lo que había pasado, se quedó mudo. Solo apretó los puños y se fue al patio a fumar un cigarro tras otro.
Esa noche no dormimos. Llamamos a sus amigas, fuimos a la delegación a preguntar por ella, recorrimos las calles cercanas… Nada. La ciudad era demasiado grande para encontrar a una niña asustada.
Los días siguientes fueron un infierno. Mi papá apenas hablaba; yo me sentía culpable por cada palabra dura que le dije a Lucía. Los vecinos murmuraban: “Pobres niñas, desde que la mamá se fue…”
Una tarde, mientras pegaba carteles con la foto de Lucía cerca del mercado, una señora se me acercó:
—¿Es tu hermana? La vi hace dos días con unos muchachos por allá —señaló hacia una vecindad conocida por ser refugio de pandillas.
Corrí sin pensar en el peligro. Al llegar, vi a Lucía sentada en una banqueta, rodeada de chicos con tatuajes y miradas duras. Me acerqué temblando.
—Lucía… por favor, vámonos a casa —le supliqué con lágrimas en los ojos.
Ella me miró desafiante:
—¿Para qué? Nadie me entiende ahí.
—Yo sí te entiendo —le dije bajito—. Solo tengo miedo de perderte…
Uno de los chicos se levantó y me empujó:
—Lárgate, aquí nadie te quiere.
Lucía dudó un segundo. Vi cómo sus ojos se llenaban de lágrimas.
—No quiero volver —susurró— pero tampoco quiero quedarme aquí.
Me acerqué despacio y le tomé la mano.
—No tienes que decidir ahora… Solo ven conmigo un rato, vamos por un pan dulce como antes.
Ella asintió y caminamos juntas hasta la panadería del barrio. Compramos dos conchas y nos sentamos en una banqueta a comerlas en silencio.
—¿Por qué mamá nos dejó? —me preguntó de pronto.
No supe qué decirle. Solo la abracé fuerte.
—No sé… pero yo nunca te voy a dejar sola.
Esa noche Lucía volvió a casa conmigo. No fue fácil: hubo más peleas, más lágrimas, pero también empezamos a hablar más honestamente sobre nuestro dolor y nuestras ganas de salir adelante juntas.
Hoy han pasado tres años desde esa noche. Lucía terminó la prepa y yo trabajo en una cafetería mientras estudio por las noches. Mi papá sigue luchando contra sus propios fantasmas, pero poco a poco hemos aprendido a apoyarnos unos a otros.
A veces pienso en todo lo que perdimos… pero también en lo que ganamos: una nueva forma de ser familia, aunque sea imperfecta.
¿Será posible sanar las heridas del pasado? ¿O estamos condenados a repetir los mismos errores? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?