Entre Sombras y Esperanza: La Historia de Mariana
—¿Por qué no puedes ser más como Laura? —me espetó doña Rosa, su voz cortante como el filo de un cuchillo mientras dejaba el café sobre la mesa con un golpe seco.
Sentí que el aire se volvía pesado en la pequeña cocina de su casa en San Luis Potosí. Mi esposo, Julián, bajó la mirada, incapaz de defenderme. Yo apreté los labios, luchando contra las lágrimas que amenazaban con traicionar mi orgullo. Laura, la exesposa de Julián, era el fantasma que rondaba cada rincón de nuestra vida. La suegra la adoraba, y aunque hacía ya tres años que Julián y yo nos habíamos casado, nunca logré ocupar su lugar en el corazón de esa familia.
Las comparaciones eran constantes. Laura cocinaba mejor, Laura era más educada, Laura sí sabía cómo tratar a Julián. Incluso cuando nació mi hijo Emiliano, doña Rosa apenas vino a vernos al hospital. Pero a Laura le enviaba dinero cada mes, le ayudaba con los gastos de su hija mayor —hija de Julián también— y hasta le organizaba fiestas de cumpleaños.
Yo me preguntaba en silencio: ¿qué tenía ella que yo no? ¿Por qué mi esfuerzo nunca era suficiente? Trabajaba doble turno en la farmacia del barrio para ayudar con los gastos, cuidaba a Emiliano y a veces también a Camila, la hija de Julián y Laura, cuando le tocaba quedarse con nosotros. Pero nada bastaba.
Una tarde de domingo, mientras preparaba enchiladas para la comida familiar, escuché a doña Rosa hablando por teléfono en el patio. Su voz era baja pero clara:
—No te preocupes, Laurita. Aquí tienes una madre para siempre. Esa Mariana nunca va a entender a Julián como tú.
Sentí un nudo en la garganta. Me pregunté si debía enfrentarla o simplemente seguir fingiendo que no escuchaba. Cuando entró a la cocina, me miró con desdén y revisó las ollas.
—¿Otra vez enchiladas? Laura hacía mole los domingos —dijo sin mirarme.
Julián intentó mediar algunas veces, pero siempre terminaba cediendo ante su madre. Él era el hijo menor y el consentido; nunca aprendió a poner límites. Yo lo amaba, pero cada vez sentía más frío en nuestra cama, más distancia en sus palabras.
Una noche, después de una discusión por dinero —doña Rosa había prestado una fuerte suma a Laura sin consultarnos—, Julián me dijo:
—Mi mamá solo quiere lo mejor para todos… No deberías tomártelo tan personal.
Me dolió más que si me hubiera gritado. ¿Acaso no veía lo que yo vivía? ¿No notaba cómo me desmoronaba poco a poco?
Los meses pasaron y la tensión creció. Camila empezó a repetir frases de su abuela: «Mi mamá sí sabe cocinar», «Mi abuela dice que tú eres muy seria». Emiliano preguntaba por qué su abuela nunca lo llevaba al parque como hacía con Camila.
Una tarde lluviosa, después de una pelea especialmente amarga con Julián —esta vez porque doña Rosa había invitado a Laura a una comida familiar sin avisarme—, tomé a Emiliano y salí de la casa. Caminamos bajo la lluvia hasta la plaza principal. Me senté en una banca y lloré en silencio mientras él jugaba con un carrito de plástico.
—¿Por qué lloras, mami? —me preguntó Emiliano con sus ojitos grandes y sinceros.
—Porque a veces las personas no nos quieren como somos —le respondí, abrazándolo fuerte.
Esa noche dormimos en casa de mi hermana Lucía. Ella siempre me apoyó, aunque no entendía por qué seguía luchando por una familia que no me quería.
—Mariana, tienes derecho a ser feliz —me dijo mientras me servía un café caliente—. No tienes que mendigar amor ni aceptación.
Pero yo no quería rendirme. No por mí, sino por Emiliano y Camila. Ellos merecían una familia unida, aunque fuera imperfecta.
Al día siguiente regresé a casa. Julián estaba preocupado pero aliviado de verme. Me abrazó torpemente y prometió hablar con su madre. Pero nada cambió realmente.
Un sábado cualquiera, mientras Emiliano jugaba en el patio y yo lavaba ropa, escuché un grito. Salí corriendo y vi a doña Rosa tirada en el suelo; se había resbalado y lastimado la pierna. Sin pensarlo dos veces, la ayudé a levantarse y llamé a una ambulancia. Pasé toda la noche en el hospital con ella.
Cuando despertó, me miró diferente. No dijo nada al principio, pero esa mirada fue suficiente para saber que algo había cambiado.
Durante su recuperación en nuestra casa, fui yo quien la cuidó: le preparé sus comidas favoritas (sí, incluso mole), le leí sus novelas románticas y escuché sus historias del pasado. Poco a poco empezó a contarme cosas sobre su infancia en Zacatecas, sobre cómo perdió a su madre siendo joven y tuvo que criar sola a sus hermanos.
Una tarde me tomó la mano y susurró:
—Perdóname, Mariana. A veces uno se aferra al pasado porque tiene miedo de perder lo poco bueno que recuerda… Tú eres buena mujer. Gracias por cuidar de mí.
No lloré frente a ella, pero esa noche me desahogué sola en la cocina. Por primera vez sentí que tal vez había esperanza.
Hoy las cosas no son perfectas. Doña Rosa sigue hablando con Laura y ayudándola cuando puede. Pero ahora también me llama hija y juega con Emiliano como nunca antes lo hizo. Julián aprendió —a golpes— que debía poner límites y defender nuestro hogar.
A veces me pregunto si valió la pena tanto dolor para llegar aquí. ¿Cuántas mujeres más viven este rechazo silencioso? ¿Cuántas luchan por ser vistas y amadas solo por ser quienes son?
¿Y tú? ¿Alguna vez sentiste que tu amor no era suficiente para una familia que no era tuya?