Entre Sombras y Susurros: La Guerra Silenciosa con mi Suegra

—¿Por qué insistes en hacer el arroz así, Lucía? Aquí siempre lo hemos preparado con ajo, no con cebolla —me dijo doña Carmen, su voz tan dulce como el veneno.

Apreté los labios y seguí removiendo la olla. Era mi primera semana viviendo en la casa de mis suegros, en una colonia popular de Guadalajara. Andrés y yo nos habíamos casado hacía apenas un mes, y aunque soñábamos con nuestro propio espacio, la economía no daba para más. Él trabajaba todo el día en la ferretería de su tío y yo, recién graduada de contadora, buscaba empleo sin suerte.

Desde el principio, doña Carmen me miró como si yo fuera una intrusa. Sonreía frente a Andrés, pero cuando estábamos solas, sus palabras eran cuchillos envueltos en terciopelo. «Mi hijo siempre ha sido mi adoración», repetía cada vez que podía. «No quiero que nada ni nadie lo haga sufrir».

Una tarde, mientras doblaba la ropa en el patio, la escuché hablar por teléfono con su hermana:

—No sé qué vio Andrés en esa muchacha. Es tan… diferente a nosotros. Ojalá se canse pronto y se vaya.

Sentí un nudo en la garganta. Quise llorar, pero me obligué a ser fuerte. Cuando se lo conté a mi mamá por teléfono, solo suspiró:

—Ay, hija, seguro exageras. Las suegras siempre son difíciles al principio. Dale tiempo.

Pero el tiempo solo empeoró las cosas. Doña Carmen empezó a esconderme las llaves de la casa, a criticar mi forma de limpiar, a decirle a Andrés que yo era floja porque no encontraba trabajo. Una noche, mientras cenábamos, soltó:

—Andrés, ¿te acuerdas cómo te gustaba mi mole? Lucía no sabe hacerlo, pero yo te lo preparo cuando quieras.

Andrés solo sonrió y me tomó de la mano bajo la mesa. Pero cuando le conté lo que pasaba cuando él no estaba, negó con la cabeza:

—Mi mamá es así con todos. No te lo tomes personal.

Me sentí sola. Empecé a dudar de mí misma. ¿Y si realmente era yo el problema?

Un día encontré mi currículum roto en el bote de basura del baño. Era la copia que había dejado sobre la mesa para llevarla a una entrevista al día siguiente. Cuando le pregunté a doña Carmen si lo había visto, me miró con una sonrisa inocente:

—¿Currículum? No, hija, aquí no he visto nada.

Esa noche lloré en silencio. Andrés llegó tarde y ni siquiera notó mis ojos hinchados.

Las cosas llegaron al límite cuando una tarde, al regresar del mercado, encontré mis cosas empacadas en bolsas negras junto a la puerta.

—¿Qué es esto? —pregunté temblando.

Doña Carmen apareció en el pasillo con los brazos cruzados.

—Creo que es mejor que te vayas unos días con tu mamá. Aquí las cosas están muy tensas y Andrés necesita tranquilidad para trabajar.

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Llamé a Andrés entre sollozos y él llegó furioso esa noche.

—¡Mamá! ¿Por qué hiciste eso? —gritó.

Ella se echó a llorar y le dijo que yo la había insultado y que no respetaba las reglas de la casa.

Andrés me miró confundido. Yo solo podía repetir:

—No es cierto… yo nunca…

Esa noche dormimos en silencio. Al día siguiente, Andrés me pidió que intentara llevarme mejor con su mamá.

—No quiero problemas entre ustedes —me dijo cansado—. Solo… trata de entenderla.

Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué nadie me creía? ¿Por qué tenía que soportar humillaciones para mantener mi matrimonio?

Empecé a buscar trabajo con más desesperación. Finalmente conseguí un puesto en una pequeña oficina contable del centro. Cuando se lo conté a Andrés, me abrazó feliz. Pero doña Carmen solo murmuró:

—Ojalá no descuides tu casa por andar trabajando.

Los meses pasaron y la tensión creció. Un día llegué temprano del trabajo y escuché a doña Carmen hablando con una vecina:

—Yo ya le dije a mi hijo que esa muchacha no es para él. Que busque una buena mujer, como las de antes.

No pude más. Esa noche enfrenté a Andrés.

—O te vas conmigo o me regreso con mi mamá —le dije entre lágrimas—. No puedo seguir viviendo así.

Él se quedó callado mucho tiempo. Finalmente me abrazó y me dijo:

—Vamos a buscar algo pequeño para los dos. No quiero perderte.

Nos mudamos a un cuartito cerca del mercado. Era humilde pero nuestro. Doña Carmen dejó de hablarnos por meses. Mi mamá seguía diciendo que todo era cuestión de tiempo y paciencia.

A veces me pregunto si hice bien en exigirle a Andrés que eligiera entre su madre y yo. ¿Era justo? ¿O solo repetí el ciclo de dolor? Pero también sé que nadie merece vivir bajo la sombra de alguien que solo sabe herir.

¿Ustedes qué hubieran hecho en mi lugar? ¿Hasta dónde vale la pena luchar por un matrimonio cuando la familia se convierte en tu peor enemigo?