Entre Suegras y Herencias: El Precio del Amor
—¿Así que esto es lo que valgo para ustedes? —grité, con la voz quebrada, mientras las lágrimas me ardían en los ojos. La sala estaba impregnada de ese olor a café recalentado y resentimiento acumulado. Mi suegra, Doña Teresa, me miraba con esa mezcla de desprecio y superioridad que nunca supe si era por mi origen humilde o porque, simplemente, yo no era suficiente para su hijo. A su lado, Lucía, mi cuñada, apretaba los labios en una mueca de falsa compasión.
—No te lo tomes personal, Emma —dijo Lucía, cruzando los brazos—. Solo queremos asegurarnos de que el patrimonio de la familia no termine en manos equivocadas.
Patrimonio. Como si yo fuera una ladrona y no la esposa de Alejandro. Él estaba ahí, entre nosotras, con los puños cerrados y la mirada perdida en el suelo. Sentí una punzada en el pecho: ¿por qué no decía nada? ¿Por qué no me defendía?
Todo comenzó hace dos años, cuando Alejandro y yo nos casamos en una iglesia pequeña de San Miguel de Tucumán. Yo venía de una familia sencilla; mi papá era albañil y mi mamá vendía empanadas en la plaza. Alejandro, en cambio, era el hijo menor de un empresario local. Nos enamoramos en la universidad pública, entre huelgas y mate compartido en los pasillos. Creímos que el amor bastaría para unir dos mundos tan distintos.
Pero desde el principio, Doña Teresa dejó claro que yo no era bienvenida. «Las mujeres como tú solo buscan escalar», me susurró una vez durante una cena familiar. Alejandro intentó mediar, pero su voz siempre se ahogaba ante la autoridad de su madre.
El verdadero infierno empezó cuando Don Ernesto, mi suegro, enfermó gravemente. El rumor de una herencia considerable comenzó a circular entre los parientes como un veneno dulce. De pronto, cada gesto mío era interpretado como interés económico. Lucía se encargó de sembrar dudas: «¿No les parece raro que Emma siempre esté tan pendiente de papá?».
Una tarde, mientras cuidaba a Don Ernesto en su habitación, él me tomó la mano con fuerza.
—No dejes que te destruyan, hija —me dijo con voz débil—. Yo sé quién eres.
Pero ni siquiera ese gesto bastó para frenar la tormenta. Cuando Don Ernesto falleció, la lectura del testamento fue un espectáculo vergonzoso. Doña Teresa y Lucía exigieron que Alejandro firmara un acuerdo prenupcial retroactivo para «proteger los bienes familiares». Alejandro dudó, pero al final se negó.
—No voy a desconfiar de Emma —dijo, por fin, con voz firme—. Si eso significa perderlo todo, pues lo perderé.
Esa noche lloramos juntos en nuestra cama alquilada. Yo sentía culpa por ser el motivo de su dolor; él me abrazaba como si temiera perderme también.
Pero la familia no se detuvo ahí. Empezaron a llamarlo a todas horas: «Tu esposa te va a dejar sin nada», «Piensa en tu futuro». Incluso algunos amigos se alejaron; en un pueblo chico las habladurías corren rápido.
Un día llegué a casa y encontré a Alejandro sentado en la oscuridad.
—No sé cuánto más puedo soportar —me dijo—. Siento que estoy perdiendo a mi familia… y a ti también.
Me arrodillé frente a él y le tomé las manos.
—¿Y si nos vamos? —sugerí—. Podemos empezar de cero en otra ciudad… lejos de todo esto.
Él asintió, pero sus ojos estaban llenos de miedo. Mudarnos significaba renunciar al negocio familiar, a la casa donde creció… a todo lo que conocía.
Al día siguiente, Doña Teresa apareció en nuestra puerta con Lucía detrás.
—Quiero hablar con mi hijo —dijo secamente—. A solas.
Me fui a la cocina y escuché sus voces elevadas. Palabras como «traición», «vergüenza», «dinero» flotaban en el aire como cuchillos invisibles. Cuando salí, Alejandro estaba pálido.
—Me dieron un ultimátum —me dijo—: o firmo el acuerdo o me desheredan.
Esa noche no dormimos. Yo pensaba en mis padres, en cómo siempre lucharon juntos contra la pobreza y el qué dirán. Pensé en todas las veces que mi mamá me dijo: «El amor se prueba en las malas».
Al amanecer le propuse algo radical:
—Renuncia tú primero al dinero —le dije—. Demuestra que no estamos juntos por interés… ni tú ni yo.
Alejandro fue al despacho del abogado familiar y firmó un documento renunciando a toda herencia. Cuando Doña Teresa lo supo, vino a buscarme furiosa.
—¡Esto es culpa tuya! —me gritó—. ¡Nos quitaste a nuestro hijo!
Por primera vez no sentí miedo ni vergüenza.
—No le quité nada —respondí—. Él eligió ser feliz… aunque eso signifique empezar desde cero conmigo.
Nos mudamos a Salta con lo poco que teníamos. Conseguimos trabajo en una escuela rural; él daba clases de matemáticas y yo enseñaba literatura. No fue fácil: hubo días en los que solo teníamos arroz para comer y noches en las que extrañábamos hasta el aire de Tucumán.
Pero algo cambió entre nosotros: ya no había dudas ni fantasmas rondando nuestra cama. Aprendimos a celebrar las pequeñas victorias: una tarde sin peleas telefónicas, una carta de mis padres con palabras de aliento, una sonrisa compartida después de un día difícil.
Con el tiempo, Doña Teresa enfermó y Lucía tuvo que hacerse cargo del negocio familiar sola. Nos enteramos por terceros; nunca más volvieron a buscarnos. A veces pienso si valió la pena tanto sacrificio… si el amor realmente puede contra todo cuando el dinero se interpone entre la sangre y el corazón.
Hoy miro a Alejandro mientras juega con nuestro hijo pequeño bajo el sol del norte y me pregunto: ¿Cuántas familias se rompen por culpa del dinero? ¿Cuántos amores verdaderos sobreviven cuando la codicia lo contamina todo? ¿Ustedes qué harían si tuvieran que elegir entre el amor y la herencia?