Entre Sueños y Realidades: El Peso de una Decisión
—¡Mamá, por favor, ya basta! —grité, apretando el celular con tanta fuerza que sentí que se me iba a romper en la mano—. ¡Te juro que no quiero escuchar ni una palabra más sobre bebés! ¿No entiendes que con Marcos tenemos planes? ¡Queremos viajar, terminar la maestría, ahorrar para nuestro propio departamento! ¿Por qué insistes tanto?
Del otro lado de la línea, el silencio de mi madre pesaba más que cualquier reproche. Sentí su decepción atravesar el teléfono, como si pudiera tocarme el pecho y apretarme el corazón. —Hijita, solo quiero lo mejor para ti… —susurró, pero yo ya no quería escucharla. Corté la llamada y me dejé caer en el sofá, mirando el techo de nuestro pequeño departamento en Lima, tratando de ahogar las lágrimas que amenazaban con salir.
Marcos entró en ese momento, con la mochila colgando del hombro y la sonrisa cansada después de otro día en la agencia de publicidad. —¿Otra vez tu mamá? —preguntó, sentándose a mi lado y acariciándome el cabello—. Amor, ya sabes cómo es. Ella solo quiere nietos para presumir con sus amigas del club.
—No entienden —susurré—. Nadie entiende que no quiero ser madre todavía. Ni siquiera sé si quiero serlo algún día.
Él me abrazó fuerte. —Tranquila, tenemos tiempo. Tres años, dijimos. Primero Egipto, luego el máster en Barcelona…
Pero la vida tiene su propio sentido del humor. Dos semanas después, mientras revisaba mi agenda llena de reuniones y deadlines, me di cuenta de que mi periodo se retrasaba. No era raro; el estrés podía jugarme malas pasadas. Pero algo dentro de mí se revolvía inquieto.
Una tarde lluviosa, mientras Marcos dormía la siesta después de almorzar ceviche en el mercado de Surquillo, fui a la farmacia y compré una prueba de embarazo. Me temblaban las manos al abrirla en el baño. El silencio era tan denso que podía escuchar los latidos de mi propio corazón.
Dos líneas rosas. Claras. Inconfundibles.
Sentí que el mundo se me venía encima. Me senté en el piso frío del baño y lloré como no lo hacía desde niña. Pensé en Egipto, en las pirámides que siempre soñé ver; en las noches estudiando para la maestría; en los planes con Marcos de recorrer Sudamérica en bus. Todo parecía desvanecerse frente a esas dos líneas.
Marcos se despertó cuando escuchó mis sollozos. Se arrodilló junto a mí y leyó la prueba sin que yo dijera una palabra. Su rostro pasó del asombro al miedo y luego a una ternura infinita.
—Vamos a estar bien —me dijo, aunque su voz temblaba—. Lo resolveremos juntos.
Pero yo no estaba segura de nada.
Esa noche no dormí. Pensé en mi madre, en cómo siempre había soñado con ser abuela joven, en sus consejos no pedidos y sus historias sobre lo difícil que fue criarme sola después de que mi papá nos abandonó para irse a trabajar a Chile. Pensé en mi abuela Rosa, que tuvo siete hijos y nunca salió del pueblo porque «así era la vida».
¿Era eso lo que quería para mí? ¿Repetir el ciclo?
Al día siguiente llamé a mi mejor amiga, Camila. Siempre había sido mi confidente desde los días de colegio en Arequipa.
—¿Y ahora qué vas a hacer? —me preguntó, después de escucharme llorar durante media hora.
—No sé… Siento que si tengo este bebé voy a perderme a mí misma. Pero también siento culpa solo por pensarlo.
—No eres egoísta por querer tus sueños —me dijo—. Pero tampoco eres mala persona si decides ser mamá ahora. Lo importante es que sea tu decisión, no la de tu mamá ni la de nadie más.
Las semanas pasaron entre visitas al médico y peleas silenciosas con Marcos. Él intentaba ser fuerte pero yo lo veía mirar los folletos del máster con nostalgia. Yo evitaba hablar con mi madre; sabía que si le contaba, su alegría sería tan grande que me sentiría aún más atrapada.
Un domingo por la tarde, mientras lavaba los platos, sentí un dolor agudo en el vientre. Me doblé sobre el fregadero y grité por Marcos. Me llevó corriendo al hospital más cercano. El médico fue directo: amenaza de aborto espontáneo.
Me quedé internada dos días, sola con mis pensamientos y el olor a desinfectante llenando el cuarto blanco. Miraba por la ventana las luces de Lima encenderse una a una mientras me preguntaba si realmente estaba lista para ser madre o si solo tenía miedo de perder algo que aún no entendía.
Mi madre llegó al hospital sin avisar. Se sentó junto a mi cama y me tomó la mano.
—Perdóname por presionarte tanto —dijo con lágrimas en los ojos—. Yo solo quería verte feliz… pero olvidé preguntarte qué era lo que te hacía feliz a ti.
Lloramos juntas por primera vez en años.
Cuando me dieron el alta, Marcos me abrazó fuerte y me susurró al oído:
—No importa lo que decidas, yo voy a estar contigo.
Esa noche escribí en mi diario:
«Hoy entendí que la vida nunca será como la planeamos. Que los sueños pueden cambiar y que está bien tener miedo. Pero también entendí que tengo derecho a elegir mi propio camino, aunque duela o asuste».
Al final decidimos esperar unas semanas más antes de tomar cualquier decisión definitiva. Hablamos mucho, lloramos mucho más. Mi madre dejó de dar consejos y empezó a escucharme realmente por primera vez desde que era adolescente.
No sé qué va a pasar mañana ni si algún día veré las pirámides o terminaré ese máster pendiente. Pero hoy sé que tengo voz propia y que merezco decidir sobre mi vida sin sentirme culpable por ello.
¿Alguna vez han sentido ese miedo paralizante frente a una decisión que puede cambiarlo todo? ¿Cómo encontraron el valor para escuchar su propio corazón cuando todos alrededor parecen tener respuestas para tu vida?