“¡Eres una floja!” — La visita de mi suegra que destrozó mi hogar
—¡Eres una floja, Mariana! ¿Así es como recibes a los invitados en tu casa?— El grito de mi suegra rebotó en las paredes de la sala, tan fuerte que hasta el perro dejó de mover la cola. Mi esposo, Javier, se quedó mudo, mirando el suelo como si buscara una grieta para esconderse. Yo tenía las manos húmedas, apretando el trapo con el que intentaba limpiar una mancha invisible en la mesa.
No era la primera vez que doña Rosa me humillaba, pero nunca lo había hecho tan abiertamente. Mi hija Camila, de seis años, me miró con esos ojos grandes y oscuros que heredó de mí. Sentí un nudo en la garganta. ¿Qué ejemplo le estaba dando?
Desde pequeña, en mi casa de Veracruz, aprendí que a los invitados se les recibe con respeto y cariño. Mi mamá cocinaba mole los domingos y mi papá ponía música de Los Ángeles Azules. Mi hermana y yo ayudábamos a poner la mesa, y aunque no teníamos mucho dinero, siempre había tortillas calientes y una sonrisa para quien llegara. Pero aquí, en este departamento de la Ciudad de México, todo era distinto.
Doña Rosa llegó esa tarde sin avisar, como siempre. Traía bolsas del mercado y un gesto de superioridad que nunca se quitaba. —Traje pescado fresco porque aquí nadie sabe cocinarlo bien— dijo apenas entró. Yo estaba terminando de barrer cuando empezó a dar órdenes: —Mariana, lava esto. Mariana, pon aquello allá. Mariana, ¿no ves que el piso está sucio?—
Javier intentó intervenir: —Mamá, déjala, ella sabe lo que hace— pero su voz era débil, como si tuviera miedo de contrariarla. Yo sentí rabia y vergüenza al mismo tiempo. ¿Por qué tenía que soportar esto en mi propia casa?
Mientras preparaba el pescado, doña Rosa siguió criticando todo: que si la salsa estaba insípida, que si Camila no sabía sentarse bien a la mesa, que si Javier había engordado porque yo no sabía cocinar como ella. Cada palabra era una espina clavándose en mi autoestima.
Recordé a mi mamá diciéndome: “Nunca permitas que nadie te haga sentir menos en tu propia casa”. Pero yo no podía responderle a doña Rosa. ¿Y si Javier se enojaba? ¿Y si Camila pensaba que estaba mal defenderse?
La comida fue un suplicio. Doña Rosa apenas probó el pescado y lo empujó a un lado. —En mis tiempos, las mujeres sabían atender a sus maridos y a sus hijos. Ahora todo es flojera y celulares— dijo mirando a Camila, que jugaba con su muñeca bajo la mesa.
No aguanté más. Sentí las lágrimas ardiendo detrás de los ojos. Me levanté y fui a la cocina fingiendo buscar algo en la alacena. Escuché cómo doña Rosa le decía a Javier: —No sé por qué te casaste con ella. Podrías haber encontrado una mujer de verdad, como tu prima Lucía.—
Javier no respondió. El silencio fue peor que cualquier palabra.
En la cocina, me apoyé contra la pared y lloré en silencio. Recordé cuando llegué a la ciudad por amor, dejando atrás mi tierra y mi gente. Pensé en todas las veces que me esforcé por agradar a doña Rosa: los pasteles que horneé para su cumpleaños, las veces que cuidé de ella cuando estuvo enferma… ¿De qué había servido?
De pronto sentí unos bracitos rodeando mi cintura. Era Camila.
—¿Estás triste porque abuela te regañó?— susurró.
No supe qué decirle. Solo la abracé fuerte.
Volví al comedor con la cara lavada y una decisión tomada. Me senté frente a doña Rosa y le hablé con voz temblorosa pero firme:
—Doña Rosa, yo respeto mucho sus costumbres y su experiencia, pero esta es mi casa y aquí también tengo derecho a ser respetada.—
El silencio fue absoluto. Javier levantó la cabeza sorprendido; Camila me miró con admiración; doña Rosa frunció el ceño.
—¿Me estás contestando?— preguntó con incredulidad.
—No le estoy contestando, solo le pido respeto— respondí.
Ella bufó y se levantó abruptamente.
—¡Nunca me habían faltado al respeto así!— gritó mientras recogía su bolsa.
Javier intentó detenerla:
—Mamá, por favor…
Pero ella ya estaba en la puerta.
Cuando se fue, el silencio pesaba como plomo. Javier me miró con ojos tristes.
—¿Por qué tuviste que hacer eso? Ahora va a estar semanas sin hablarnos…
Sentí miedo y alivio al mismo tiempo.
—Porque no quiero que Camila piense que está bien dejarse humillar por nadie— respondí.
Esa noche apenas dormí. Pensé en todas las mujeres de mi familia: mi abuela que crió sola a cinco hijos; mi mamá que luchó contra el machismo del pueblo; mis tías que emigraron buscando una vida mejor. ¿Cuántas veces habían callado para evitar conflictos? ¿Cuántas veces habían sacrificado su dignidad por mantener la paz?
A la mañana siguiente recibí un mensaje de mi mamá:
“¿Cómo te fue con tu suegra?”
No supe qué responderle. Solo escribí: “Aprendí algo importante”.
Javier estuvo callado varios días. Al principio pensé que estaba molesto conmigo, pero una noche se acercó mientras lavaba los platos.
—Perdón por no haberte defendido antes— me dijo en voz baja.— Es difícil enfrentarla… siempre fue así conmigo también.—
Lo abracé y lloramos juntos en silencio. Por primera vez sentí que estábamos del mismo lado.
Con el tiempo, doña Rosa volvió a visitarnos, pero ya no fue igual. No dejó de ser crítica ni dura, pero yo ya no era la misma Mariana sumisa de antes. Aprendí a poner límites sin perder el respeto ni la ternura.
Hoy Camila juega tranquila en el patio mientras escribo esto. A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres siguen callando por miedo al qué dirán? ¿Cuándo aprenderemos a defendernos sin sentir culpa? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?