Esa noche cerré la puerta: el día que eché a mi hijo y su esposa de mi casa
—¡Ya basta, Sebastián! ¡No voy a permitir que me hables así en mi propia casa!— grité, con la voz quebrada y las manos temblorosas, mientras la lluvia golpeaba los ventanales del pequeño departamento en el centro de Medellín. Camila, su esposa, me miró con esa mezcla de desprecio y lástima que tanto me dolía. Sebastián, mi hijo, el mismo niño que acuné en mis brazos cuando tenía fiebre, ahora era un hombre que apenas reconocía.
No sé en qué momento la convivencia se volvió insoportable. Cuando Sebastián y Camila perdieron el empleo por la pandemia, les abrí las puertas de mi casa sin dudarlo. «Mamá, solo será por unos meses», me prometió él. Pero los meses se convirtieron en años. Al principio, me esforzaba por hacerlos sentir cómodos: preparaba arepas en las mañanas, les dejaba el café listo, incluso les cedí mi habitación para que tuvieran más espacio. Yo dormía en el sofá, con la espalda adolorida y el corazón apretado.
Pero la gratitud se fue desvaneciendo. Camila empezó a quejarse de todo: que si el baño estaba sucio, que si la comida no era de su gusto, que si yo hacía demasiado ruido en las mañanas. Sebastián, antes tan cariñoso, se volvió distante. Apenas cruzábamos palabras. A veces los escuchaba discutir en voz baja en la cocina: «Tu mamá es una metida», decía ella. «No puedo más con esta situación», respondía él.
Intenté hablar con ellos muchas veces. «Hijos, ¿por qué no buscan trabajo? Yo puedo ayudarles con contactos en la panadería de doña Rosa», sugería. Pero siempre había excusas: que el salario era muy bajo, que no querían depender de favores. Empecé a sentirme invisible en mi propia casa.
La gota que colmó el vaso llegó esa noche. Había preparado una cena especial por el cumpleaños de Sebastián: arroz con pollo y natilla, su favorita desde niño. Esperé hasta las nueve de la noche, pero no llegaron. Cuando finalmente entraron, ni siquiera saludaron. Camila tiró su bolso sobre la mesa y Sebastián fue directo al cuarto. Me acerqué con una sonrisa temblorosa: «¿No van a cenar conmigo?». Camila me miró de arriba abajo y soltó: «¿Otra vez arroz con pollo? Ya estamos cansados de comer lo mismo».
Sentí cómo algo dentro de mí se rompía. «Sebastián, ¿vas a permitir que me hablen así?», pregunté, esperando que al menos él me defendiera. Pero solo murmuró: «Déjala, mamá. No empieces».
Esa noche no dormí. Me senté en el sofá, abrazando una almohada y escuchando el tic-tac del reloj. Recordé todas las veces que me callé para evitar discusiones, todos los sacrificios que hice para que no les faltara nada. Pensé en mi esposo, Julián, que murió hace cinco años y cómo siempre me decía: «No permitas que nadie te falte al respeto, ni siquiera nuestros hijos».
Al amanecer, tomé una decisión. Fui hasta la habitación y toqué la puerta con firmeza. «Sebastián, Camila, necesito hablar con ustedes». Salieron con cara de fastidio. Les extendí las llaves del apartamento.
—Hoy es el último día que pueden quedarse aquí. Les doy hasta el mediodía para recoger sus cosas. No puedo más. Esta es mi casa y merezco respeto.
Camila bufó: «¿Nos vas a echar a la calle? ¡Qué clase de madre eres!». Sebastián me miró con ojos llenos de rabia y dolor. «Nunca pensé que fueras capaz de esto».
—He soportado demasiado —respondí con voz firme—. No me reconozco a mí misma viviendo así. Los quiero, pero primero tengo que quererme yo.
No hubo más palabras. Los vi empacar en silencio. Cuando salieron por la puerta, sentí un vacío inmenso, pero también una paz que no sentía desde hacía años. Cerré la puerta con llave y me senté en el suelo a llorar. Lloré por lo que perdí, por lo que permití y por lo que finalmente tuve el valor de hacer.
Pasó una semana y no he recibido ni una llamada. Mi hermana Lucía vino a visitarme y me abrazó fuerte: «Hiciste lo correcto, Ana. No puedes cargar con todo el peso sola». Pero mi corazón sigue dividido. A veces me sorprendo mirando la puerta, esperando escuchar la voz de Sebastián pidiendo perdón o simplemente diciendo «mamá» como cuando era niño.
En el barrio la gente murmura. Algunos me critican: «¿Cómo puede una madre echar a su propio hijo?». Otros me apoyan en silencio, porque saben lo que es vivir para los demás hasta olvidarse de uno mismo. En la tienda de don Ernesto escuché a una vecina decir: «Eso pasa por criar hijos malagradecidos». Me dolió, pero no respondí.
Las noches son las más difíciles. Me acuesto temprano para no pensar, pero los recuerdos me asaltan: Sebastián aprendiendo a montar bicicleta en el parque de Envigado, su primer día de colegio con el uniforme planchado y los zapatos relucientes. ¿En qué momento se rompió el hilo entre nosotros?
A veces me pregunto si fui demasiado dura o si debí aguantar un poco más. Pero luego recuerdo la mirada de Camila, el tono de voz de Sebastián, y sé que no podía seguir así. No quiero convertirme en una sombra en mi propia casa.
Hoy salí al balcón y vi a una madre joven jugando con su hijo en la plaza. Me pregunté si algún día Sebastián entenderá lo que hice, si algún día volverá a buscarme sin rencor. Por ahora solo me queda reconstruirme poco a poco, aprender a vivir conmigo misma y sanar las heridas que nadie ve.
¿Hasta dónde debe llegar una madre por sus hijos? ¿Es egoísmo poner límites o es un acto de amor propio? No sé si hice lo correcto, pero sé que era necesario. ¿Ustedes qué harían en mi lugar?