Esperando a Lucía: Entre la Ausencia y la Verdad

—¿Y si hoy sí viene? —me pregunté, mientras el sol caía tras los árboles de la plaza San Martín, tiñendo de naranja las bancas gastadas y los rostros cansados de los vendedores ambulantes. Me senté en el mismo banco de siempre, con la mochila apretada entre las piernas y el corazón latiendo como si fuera la primera vez. Cada tarde, desde hace tres meses, espero a Lucía aquí. Cada tarde, me convenzo de que hoy será diferente.

—Romeo, ¿otra vez aquí? —La voz de mi hermana, Camila, me sacudió como un balde de agua fría. Se paró frente a mí, con los brazos cruzados y esa mirada que mezcla ternura y fastidio—. Mamá te está esperando para cenar.

—Dile que ya voy —respondí sin mirarla, fingiendo revisar el celular. Pero en realidad, solo repasaba los últimos mensajes de Lucía, buscando alguna pista, algún error de interpretación. El último decía: «Nos vemos mañana en la plaza. No faltes». Después, silencio.

Camila suspiró y se sentó a mi lado. —Romeo, tenés que dejarla ir. Ya pasaron tres meses. Nadie desaparece así porque sí.

—No lo entiendes —le dije, apretando los dientes—. Ella no es como los demás. Lucía siempre cumple su palabra.

Camila me miró con compasión y rabia. —¿Y si no puede? ¿Y si algo le pasó?

No respondí. No podía. Porque en el fondo, ese miedo me carcomía desde el primer día de su ausencia.

Volví a casa con el estómago revuelto. Mamá me esperaba en la mesa, sirviendo arroz con pollo y plátanos fritos. Papá hojeaba el periódico, pero al verme entrar, lo dejó a un lado.

—¿Alguna noticia? —preguntó en voz baja.

Negué con la cabeza. Mamá dejó el cucharón sobre la mesa y se sentó frente a mí.

—Romeo, hijo… —empezó, pero no terminó la frase. Sus ojos brillaban con lágrimas contenidas.

La cena transcurrió en silencio. Solo el ruido de los cubiertos y el zumbido del ventilador llenaban el aire espeso del comedor. Cuando terminé, subí a mi cuarto y me tumbé en la cama, mirando el techo agrietado.

Recordé la primera vez que vi a Lucía: fue en la biblioteca del colegio, cuando discutíamos sobre un poema de Benedetti. Ella defendía que el amor era resistencia; yo decía que era resignación. Terminamos riendo y compartiendo un café en la esquina. Desde entonces, todo fue tan fácil… hasta que dejó de serlo.

Al día siguiente, volví a la plaza. El mismo banco, la misma espera. Pero esta vez algo era distinto: un hombre mayor se sentó cerca de mí y encendió un cigarro.

—¿Esperás a alguien? —preguntó sin mirarme.

Asentí.

—A veces esperamos tanto que nos olvidamos de vivir —dijo, lanzando una bocanada de humo al aire caliente.

No supe qué responderle. Solo bajé la cabeza y jugué con las correas de mi mochila.

Esa noche, Camila entró a mi cuarto sin tocar.

—Romeo, tenés que ver esto —dijo, mostrándome su celular. Era una noticia local: «Joven desaparecida en Villa Esperanza: familia pide ayuda». La foto era borrosa, pero reconocí los ojos oscuros y la sonrisa tímida de Lucía.

Me quedé helado. No sabía que su familia había denunciado su desaparición públicamente.

—¿Por qué no me dijo nada? —susurré.

Camila se sentó junto a mí y me abrazó fuerte.

—No es tu culpa —dijo—. Pero tenés que dejar que la policía haga su trabajo.

Los días siguientes fueron un torbellino: policías preguntando en el barrio, vecinos murmurando detrás de las cortinas, mi madre rezando cada noche frente al altar improvisado con velas y estampitas de San Judas Tadeo.

Una tarde, mientras ayudaba a papá en el taller mecánico, llegó doña Teresa, la mamá de Lucía. Sus ojos estaban hinchados y su voz temblaba.

—Romeo… ¿vos sabés algo? ¿Lucía te dijo si tenía problemas con alguien?

Negué con la cabeza, pero sentí una punzada de culpa. Recordé las veces que Lucía me habló de su padrastro: un hombre violento, celoso, que no soportaba verla feliz.

—¿Por qué no lo dijiste antes? —me reclamó Camila esa noche—. ¡Eso puede ser importante!

—No quería meterme en problemas… —balbuceé—. Lucía me pidió que no dijera nada.

Camila me miró como si no me reconociera. —A veces callar es peor que hablar —dijo antes de salir dando un portazo.

Esa noche no dormí. Me debatí entre el miedo y la culpa hasta que amaneció. Decidí ir a la comisaría y contar todo lo que sabía sobre el padrastro de Lucía.

El oficial tomó nota sin levantar la vista del papel.

—¿Tenés pruebas? —preguntó seco.

—No… solo lo que ella me contó —respondí avergonzado.

Salí sintiéndome más vacío que nunca.

Pasaron semanas sin noticias. La vida siguió su curso: las clases terminaron, el calor aumentó y las fiestas patronales llenaron las calles de música y pólvora. Pero yo seguía esperando en la plaza cada tarde, aferrado a una esperanza cada vez más débil.

Una noche, mientras ayudaba a mamá a lavar los platos, ella se detuvo y me miró fijamente.

—Hijo… tenés que seguir adelante. No podés quedarte atrapado en lo que pudo ser.

Quise responderle que no podía, que Lucía era parte de mí. Pero solo asentí y seguí fregando los platos hasta que mis manos quedaron rojas por el agua caliente.

Un mes después, recibimos una llamada inesperada: habían encontrado a Lucía en una ciudad cercana, viva pero herida. Había huido de casa tras una pelea violenta con su padrastro y había estado viviendo en un refugio para mujeres víctimas de violencia doméstica.

Corrí al hospital donde estaba internada. Cuando entré a la habitación, Lucía me miró con ojos cansados pero llenos de vida.

—Perdón por no avisarte —susurró—. Tenía miedo… miedo por mí y por vos.

Me senté junto a ella y le tomé la mano.

—Lo importante es que estás viva —le dije con lágrimas en los ojos—. Y ya no estás sola.

Lucía sonrió débilmente y apretó mi mano con fuerza.

Esa noche entendí que esperar no siempre es suficiente; a veces hay que actuar, aunque duela o asuste. Aprendí que los secretos pueden destruirnos por dentro y que nadie merece vivir con miedo en su propia casa.

Hoy Lucía vive con su tía en otra ciudad y estudia para ser trabajadora social. Yo sigo visitando la plaza San Martín cada tanto, pero ya no espero a nadie; solo agradezco por las segundas oportunidades y por haber aprendido a soltar cuando era necesario.

A veces me pregunto: ¿cuántas Lucías siguen esperando ser escuchadas? ¿Cuántos Romeos siguen callando por miedo o por amor? ¿Y vos… qué harías si supieras un secreto así?