Este año no celebro mi cumpleaños: la crisis y el valor de la amistad
—No, este año no hay nada que festejar —dije en voz baja, mirando el techo descascarado de mi departamento en Caballito. El eco de mi propia voz me sonó a derrota. Afuera, la ciudad seguía su ritmo frenético, pero yo sentía que el tiempo se había detenido justo en el momento en que abrí el sobre del banco: “Saldo insuficiente”.
Mi hija, Luciana, jugaba en el piso con su muñeca rota. Mi esposa, Mariana, trataba de disimular la preocupación mientras revisaba los precios del supermercado en su celular. La inflación nos había dejado sin aire. Las cuentas se apilaban en la mesa como una torre inestable a punto de venirse abajo. Y yo, a mis 42 años, sentía que había fallado como padre y como esposo.
—¿Y si hacemos algo chiquito? —preguntó Mariana, con esa dulzura que a veces me irrita porque me recuerda lo poco que puedo darle.
—No, amor. Este año no hay plata ni para una torta. Mejor lo dejamos pasar —respondí, tratando de sonar firme.
Esa noche, mientras intentaba dormir, mi celular vibró. Era un mensaje de WhatsApp del grupo “Los Inseparables”. Éramos cinco: Pablo, el abogado que siempre tiene una solución legal para todo; Carla, la maestra que nunca pierde la esperanza; Martín, el taxista que conoce cada rincón de Buenos Aires; y Sofía, la enfermera que nos cuida a todos como si fuéramos sus pacientes favoritos.
Pablo: “Che, ¿qué onda este sábado? ¿Nos juntamos en lo de Nico?”
Carla: “¡Sí! Hace mil que no nos vemos todos juntos.”
Martín: “Llevo las empanadas.”
Sofía: “Yo llevo la torta. No acepto un no como respuesta.”
Sentí una mezcla de bronca y ternura. ¿Cómo les explico que no puedo ni poner la casa porque ni para limpiar tengo ganas? Pero ellos insistieron. Me llamaron uno por uno. Pablo fue el más directo:
—Nico, no seas boludo. Sabemos que estás pasando un momento jodido. Justamente por eso queremos estar con vos. No te vamos a dejar solo.
Me quebré. Lloré como hacía años no lloraba. Mariana me abrazó fuerte y me susurró al oído:
—Dejalos entrar. No todo es plata en la vida.
El sábado llegó y yo seguía dudando. Me sentía expuesto, vulnerable. Pero cuando tocaron el timbre y vi sus caras sonrientes, algo dentro mío se aflojó. Traían bolsas llenas de comida, bebidas y hasta globos reciclados de algún cumpleaños anterior.
—¡Feliz cumple, Nico! —gritaron todos juntos.
Luciana corrió a abrazar a Sofía, que le regaló una muñeca usada pero limpia y con ropa nueva hecha a mano.
La tarde se llenó de risas, anécdotas y hasta discusiones políticas acaloradas como siempre. Martín contó cómo lo habían asaltado dos veces esa semana pero igual seguía manejando porque “hay que ponerle el pecho”. Carla habló de los chicos del barrio que llegan a la escuela sin desayunar. Pablo confesó que también estaba ahogado con la hipoteca y Sofía relató cómo se las arregla para comprar medicamentos con su sueldo miserable.
En un momento, Pablo se levantó y propuso un brindis:
—Por nosotros, que seguimos juntos aunque todo se venga abajo. Porque la vida es esto: bancarse en las malas.
Sentí una oleada de gratitud tan grande que me costó hablar. Mariana me apretó la mano bajo la mesa. Miré a mis amigos y supe que no estaba solo. Que aunque la plata no alcanzara para lujos ni viajes ni regalos caros, tenía algo mucho más valioso: gente dispuesta a compartir lo poco o mucho que tiene.
Cuando soplé las velitas improvisadas sobre una torta casera de zanahoria, Luciana me miró con esos ojos enormes y me dijo:
—Papá, este fue el mejor cumpleaños del mundo.
Esa noche, después de despedir a todos y recoger los platos vacíos, me senté en el balcón con Mariana. Miramos las luces lejanas del Obelisco y sentí una paz rara, como si por fin hubiera entendido algo esencial.
¿Será que la verdadera riqueza está en los abrazos sinceros y en las manos tendidas cuando más lo necesitamos? ¿Cuántos de nosotros nos animamos a pedir ayuda o a dejar que nos ayuden cuando más duele?