Estrella en el concreto: La lucha de una madre mexicana por su familia y por sí misma
—¡No me mientas, Ernesto! —grité, con la voz quebrada, mientras sostenía el teléfono tembloroso en la mano. La noche apenas comenzaba y ya sentía que el mundo se me venía encima. Afuera, los cláxones de la Ciudad de México no paraban, pero dentro de nuestro pequeño departamento en Iztapalapa, el silencio era más ensordecedor que cualquier bullicio.
Ernesto me miró con esos ojos cansados que alguna vez me enamoraron. No dijo nada. Solo bajó la mirada y apretó los labios. Yo ya sabía la verdad, pero necesitaba escucharlo de su boca. El mensaje en su celular era claro: palabras dulces para otra mujer, promesas que nunca me hizo a mí.
Mi hijo, Emiliano, salió de su cuarto al escuchar los gritos. Tenía apenas dieciséis años, pero sus ojos ya estaban llenos de ese cansancio que da la decepción. —¿Otra vez peleando? —dijo, sin mirarnos, y se encerró de nuevo. Sentí que una parte de mí se rompía con el portazo.
Esa noche no dormí. Me senté en la cama, abrazando mis rodillas, repasando cada momento de los últimos años: las cuentas sin pagar, las discusiones por dinero, los sueños postergados. Recordé cuando Ernesto y yo llegamos a este edificio gris, llenos de ilusiones y promesas. Ahora solo quedaba el eco de lo que fuimos.
Al amanecer, Ernesto se fue sin despedirse. Emiliano tampoco salió de su cuarto. El departamento olía a café frío y a tristeza. Me senté frente a la ventana, viendo cómo la ciudad despertaba sin importarle mi dolor. Pensé en mi madre, en Puebla, que siempre decía: “Las mujeres aguantamos porque amamos, pero también porque no nos queda de otra”.
Los días siguientes fueron una rutina amarga. Ernesto regresaba tarde, evitaba mi mirada y apenas hablaba. Emiliano se volvió más distante; salía con amigos que no conocía y regresaba a altas horas. Una tarde, encontré una cajetilla de cigarros en su mochila. Lo enfrenté:
—¿Desde cuándo fumas?
—¿Y a ti qué te importa? —me respondió con rabia—. Si ni siquiera puedes arreglar tus propios problemas.
Sentí un golpe en el pecho. ¿En qué momento perdí a mi hijo? ¿En qué momento dejé de ser la madre fuerte que prometí ser?
Intenté hablar con Ernesto esa noche. Le pedí que fuéramos a terapia, que pensáramos en Emiliano. Él solo suspiró:
—Ya no sé si quiero seguir fingiendo, Lucía.
Supe entonces que estaba sola.
Pasaron semanas así. Un día recibí una llamada del colegio: Emiliano había sido sorprendido peleando. Fui corriendo, con el corazón en la mano. Cuando llegué, lo vi sentado en la dirección, con la mirada perdida.
—¿Por qué lo hiciste? —le pregunté después, mientras caminábamos hacia casa.
—No sé… —murmuró—. Todo está mal aquí.
Esa noche lloré en silencio. Pensé en irme, en dejarlo todo y regresar a Puebla con mi madre. Pero algo dentro de mí se rebeló: no podía rendirme tan fácil.
Busqué ayuda en un centro comunitario cercano. Encontré un grupo de mujeres que también luchaban por sus familias: madres solteras, esposas engañadas, abuelas criando nietos porque los padres se habían ido al norte. Compartimos historias entre lágrimas y risas amargas.
Un día, una señora llamada Doña Carmen me dijo:
—El perdón no es para ellos, Lucía. Es para ti. Si no te perdonas a ti misma por lo que no pudiste evitar, nunca vas a sanar.
Esas palabras me acompañaron durante semanas. Empecé a escribir cartas que nunca envié: una para Ernesto, otra para Emiliano y otra para mí misma. En ellas vacié todo el dolor y la rabia acumulada.
Poco a poco, las cosas empezaron a cambiar. Hablé con Emiliano una tarde cualquiera:
—Sé que estás enojado conmigo…
—No estoy enojado —me interrumpió—. Estoy triste.
Nos abrazamos por primera vez en meses. Lloramos juntos.
Ernesto finalmente se fue del departamento una mañana lluviosa. No hubo gritos ni reproches; solo un adiós silencioso y una promesa de ver a Emiliano los fines de semana.
La vida siguió, distinta pero posible. Conseguí un trabajo extra limpiando casas para pagar las cuentas. Emiliano empezó a ir al grupo de jóvenes del centro comunitario y poco a poco recuperó la sonrisa.
A veces me siento sola al caer la noche, pero ya no tengo miedo del silencio. Aprendí a perdonarme por no haber visto las señales antes, por no haber sido perfecta. Aprendí que las mujeres como yo somos fuertes porque no nos queda de otra… pero también porque amamos demasiado para rendirnos.
Hoy miro por la ventana y veo la ciudad brillar entre el concreto gris. Pienso en todas las Lucías que luchan cada día por sus familias y por sí mismas.
¿Será posible volver a confiar después de tanto dolor? ¿Cuántas veces puede romperse un corazón antes de aprender a sanar solo?