Fe en la tormenta: Cuando la esperanza es lo único que queda

—¡No me pidas que tenga paciencia, Tomás! —grité, con la voz quebrada y los ojos llenos de lágrimas, mientras la luz del refrigerador vacío me recordaba que no había nada para cenar esa noche. Mi esposo me miró, cansado, derrotado, como si cada palabra mía fuera una piedra más en la montaña que ya cargaba sobre los hombros.

Era una noche de lluvia en nuestro pequeño departamento en el barrio San Martín, en las afueras de Buenos Aires. El agua golpeaba los vidrios y el viento hacía crujir las ventanas. Afuera, la ciudad seguía su curso, indiferente a nuestra angustia. Adentro, el silencio era tan pesado como la humedad que se colaba por las paredes descascaradas.

—¿Y qué querés que haga, Lucía? —respondió Tomás, bajando la mirada—. Busqué trabajo todo el día. Nadie me llama. Nadie quiere a un tipo de cuarenta y cinco años que apenas terminó la secundaria.

Me senté en la mesa, con la cabeza entre las manos. Los chicos dormían en la habitación, ajenos a la tormenta y al vacío de la heladera. Pero yo no podía dormir. No podía dejar de pensar en la pila de facturas sobre la mesa: la luz, el gas, el alquiler. Todas con sellos rojos, todas con fechas vencidas. Sentí que el mundo se me venía encima.

—Mamá, ¿mañana hay leche? —me había preguntado Sofía esa tarde, con su vocecita dulce. No supe qué responderle. Me limité a abrazarla fuerte, como si con eso pudiera protegerla de la realidad.

Esa noche, cuando Tomás se fue a dormir sin cenar, me quedé sola en la cocina. Miré por la ventana y vi cómo la lluvia arrastraba la basura por la vereda. Me arrodillé en el piso frío y, por primera vez en mucho tiempo, recé. No pedí riquezas ni lujos. Solo pedí un poco de esperanza. Un milagro, aunque fuera pequeño.

Los días siguientes fueron una sucesión de puertas cerradas y miradas esquivas. Tomás salía temprano a buscar trabajo y volvía tarde, con la ropa mojada y el alma hecha trizas. Yo hacía lo imposible para estirar la comida: un poco de arroz, una sopa aguada, pan duro remojado en mate cocido. Los chicos empezaron a notar la diferencia. Ya no había galletitas para la merienda ni fruta para el postre.

Una tarde, mientras lavaba la ropa a mano porque nos habían cortado la luz, escuché a Tomás discutir por teléfono.

—No, mamá, no quiero que me prestes plata —decía, con la voz temblorosa—. Ya bastante te ayudé yo cuando papá se enfermó. No quiero ser una carga.

Sentí una mezcla de rabia y ternura. Rabia porque el orgullo nos estaba matando. Ternura porque, a pesar de todo, Tomás seguía siendo ese hombre bueno que siempre pensaba en los demás antes que en sí mismo.

Esa noche discutimos fuerte. Yo le reproché su terquedad, él me echó en cara mi desesperanza.

—¿Para qué rezás tanto si nada cambia? —me gritó—. Dios no paga las cuentas, Lucía.

—Pero me da fuerzas para seguir —le respondí, con lágrimas en los ojos—. Si pierdo la fe, ¿qué nos queda?

El silencio se instaló entre nosotros como una pared invisible. Dormimos espalda con espalda, cada uno abrazado a su propio dolor.

Pasaron los días y la situación empeoró. Una mañana, Sofía se despertó con fiebre. No teníamos plata para el colectivo ni para comprar remedios. Caminé hasta el hospital público con ella en brazos, bajo el sol abrasador de enero. Esperé horas en la guardia, rodeada de madres tan desesperadas como yo.

Mientras Sofía dormía en mi regazo, una señora mayor se me acercó y me ofreció un paquete de galletitas.

—Para la nena —me dijo, sonriendo con dulzura—. Yo también pasé por momentos difíciles. No pierdas la fe, m’hija.

Sentí que el corazón se me llenaba de gratitud y vergüenza al mismo tiempo. Acepté las galletitas y le di las gracias con un hilo de voz.

Esa noche, cuando llegué a casa, Tomás me esperaba con una noticia inesperada.

—Me llamaron de la cooperativa —me dijo, casi sin creerlo—. Empiezo mañana. No es mucho, pero es algo.

Nos abrazamos y lloramos juntos, como si todo el dolor acumulado se deshiciera en ese instante. No era el final de nuestros problemas, pero era un comienzo. Un pequeño milagro, como el que había pedido aquella noche de tormenta.

Con el tiempo, las cosas empezaron a mejorar. Aprendimos a vivir con menos, a valorar lo poco que teníamos y a apoyarnos el uno al otro. La fe no llenó la heladera, pero nos dio fuerzas para seguir luchando. Y entendí que los milagros existen, aunque a veces llegan disfrazados de pequeñas oportunidades o gestos de bondad.

Hoy, cuando miro atrás, me pregunto: ¿Cuántas familias estarán pasando por lo mismo en este momento? ¿Cuántas madres rezarán cada noche por un milagro? ¿Y si todos tuviéramos un poco más de fe y solidaridad, no sería el mundo un lugar más justo?

¿Vos también sentiste alguna vez que la fe era lo único que te quedaba? ¿Qué harías si estuvieras en mi lugar?