Flores para la Ex, Silencio para Mí: El Precio de Amar a un Hombre con Pasado
—¿Por qué nunca tienes detalles conmigo, David? —le pregunté esa noche, con la voz temblorosa y los ojos fijos en el mantel manchado de café. Él ni siquiera levantó la vista del celular. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina como si quisiera entrar y ser testigo de nuestra discusión.
No era la primera vez que sentía ese nudo en la garganta, pero sí la primera vez que me atrevía a decirlo en voz alta. Todo empezó esa mañana, cuando al subir al auto para ir al trabajo, vi el ramo de flores envuelto en papel celofán. Rosas rojas, frescas, con una tarjeta que decía: “Feliz cumpleaños, Mariana”. Mariana. Su exesposa.
Me quedé paralizada. Recordé las palabras de mi mamá antes de casarme: “Nadie deja a un buen hombre, hija. Piensa bien lo que haces”. Yo, terca como siempre, creí que el amor podía más que los fantasmas del pasado. Pero ahí estaba yo, dos años después, sintiéndome como una intrusa en mi propia vida.
Esa noche, mientras David cenaba en silencio, no pude más.
—¿Por qué le compraste flores a Mariana?
Él suspiró, como si mi pregunta fuera una molestia menor.
—Es la madre de mis hijos, Lucía. No tiene nada de malo.
—¿Y yo? ¿Alguna vez has pensado en regalarme aunque sea un chocolate?
David dejó el tenedor y me miró por fin. Sus ojos tenían ese brillo cansado que tanto detesto.
—No empieces con tus celos otra vez. Sabes que te quiero.
Pero yo no lo sabía. No cuando cada aniversario pasaba desapercibido, cuando mis cumpleaños eran apenas un mensaje por WhatsApp porque “el trabajo no me deja tiempo”. No cuando Mariana seguía siendo una presencia constante: llamadas para discutir sobre los niños, mensajes a medianoche porque “algo urgente pasó”, y ahora, flores.
Mi madre tenía razón. En nuestro barrio de Guadalajara, todos sabían que casarse con un hombre divorciado era cargar con una sombra ajena. Pero yo quise desafiar la tradición, demostrar que podía construir mi propia historia. Ahora me sentía como una extraña en mi propia casa.
Las discusiones se volvieron rutina. Mi suegra, doña Teresa, siempre defendía a Mariana: “Ella sufrió mucho con el divorcio, Lucía. Tienes que entenderla”. Yo solo quería entender por qué nadie se preocupaba por lo que yo sentía.
Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a David hablar por teléfono en el patio.
—No te preocupes, Mariana. Yo paso por los niños y te llevo tu pastel favorito…
Sentí que el agua caliente me quemaba las manos. ¿En qué momento me convertí en la segunda opción? ¿Por qué tenía que competir con una mujer a la que nunca conocí pero que parecía estar en todas partes?
Intenté hablarlo con mi mejor amiga, Paola.
—¿Y si simplemente le pides lo que necesitas? —me sugirió.
Pero yo ya lo había hecho mil veces. Cada vez que lo intentaba, David me acusaba de insegura o celosa. Empecé a dudar de mí misma. ¿Sería cierto? ¿Estaba exagerando?
La gota que derramó el vaso fue el cumpleaños de David. Le preparé su platillo favorito —chiles en nogada— y le compré una camisa nueva. Él llegó tarde y apenas probó la comida.
—Perdón, tuve que llevar a Mariana al doctor. Se sentía mal.
Esa noche lloré en silencio. Recordé cómo mi abuela decía que el amor era entrega mutua, no sacrificio unilateral. Pero yo solo daba y daba… y recibía migajas.
Un domingo decidí enfrentar a David.
—Necesito saber si realmente quieres estar conmigo o si solo soy la niñera de tus hijos cuando Mariana no puede —le dije, temblando.
Él se quedó callado mucho tiempo.
—No es fácil para mí —admitió al fin—. Mariana siempre será parte de mi vida por los niños…
—Pero yo también merezco ser parte de tu vida —le respondí—. No quiero competir ni sentirme invisible.
David no supo qué decirme. Esa noche dormimos espalda con espalda, cada uno abrazando sus propios miedos.
Empecé a ir a terapia. Descubrí que mi valor no dependía de los detalles materiales ni del reconocimiento ajeno. Aprendí a poner límites y a exigir respeto sin sentirme culpable. Pero también entendí algo doloroso: a veces amar no es suficiente cuando no hay reciprocidad.
Un día encontré a Mariana en la puerta de nuestra casa. Venía por los niños y me miró con una mezcla de lástima y superioridad.
—No es fácil estar en tu lugar —me dijo sin rodeos—. Yo tampoco fui feliz con David… pero al menos él intentaba sorprenderme.
Sus palabras me dolieron más de lo que esperaba. ¿Por qué él podía esforzarse por ella y no por mí?
Esa noche tomé una decisión. Me miré al espejo y vi a una mujer cansada pero fuerte. Fui al cuarto y le dije a David:
—Necesito un cambio. Si quieres seguir conmigo, tienes que demostrarlo. No quiero flores caras ni regalos; solo quiero sentirme amada y respetada.
David me miró sorprendido. Por primera vez en mucho tiempo, vi miedo en sus ojos. Miedo a perderme.
No sé qué pasará mañana. Tal vez él cambie; tal vez no. Pero hoy sé que merezco más que migajas de cariño.
¿Ustedes creen que uno debe quedarse esperando a que el otro cambie? ¿O es mejor aprender a quererse primero antes de exigir amor ajeno?