Fresco o Nada: El Silencio de la Cocina

—¿Otra vez arroz recalentado, María? —La voz de José retumbó en la cocina, cortando el aire como un cuchillo. Yo tenía las manos húmedas, temblorosas, mientras intentaba darle vuelta a las tortillas en el sartén. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestra casa en San Salvador, y adentro, el calor del fogón apenas lograba calentar el frío que se había instalado entre nosotros.

No era la primera vez que discutíamos por la comida. José siempre había sido exigente, pero últimamente sus críticas se sentían como puñaladas. «La sopa está sosa», «el pollo está seco», «¿no puedes hacer algo fresco por una vez?». Yo tragaba saliva y seguía cocinando, convencida de que si lograba preparar la cena perfecta, todo volvería a ser como antes.

Pero esa noche, algo dentro de mí se rompió. Dejé caer la cuchara y me giré hacia él, con los ojos llenos de lágrimas y rabia.

—¿Por qué nunca es suficiente para ti? Trabajo todo el día en la tienda, llego cansada y aun así trato de darte lo mejor. ¿Qué más quieres, José?

Él me miró con ese gesto duro que aprendió de su padre, ese gesto que decía «no me vengas con sentimentalismos». Se levantó de la mesa y fue a buscar una cerveza a la nevera.

—No es sentimentalismo, María. Es que uno se cansa de comer siempre lo mismo. Mira a mi hermana Lucía, ella sí sabe cocinar. Hasta pupusas caseras hace los domingos.

Sentí que me comparaba con todo el mundo: su hermana, su madre, hasta con la señora Marta del mercado. Pero nunca conmigo misma. Nunca veía mi esfuerzo ni mis manos agrietadas por lavar platos y cargar cajas en la tienda.

Esa noche cenamos en silencio. Yo apenas probé bocado. José se fue a dormir temprano y yo me quedé sentada en la cocina, mirando las sombras moverse en las paredes. Pensé en mi mamá, en cómo ella siempre decía que el amor entra por la cocina. ¿Y si el amor también puede salir por ahí?

Los días siguientes fueron una repetición del mismo guion: yo intentando innovar con lo poco que teníamos —un poco de frijoles negros, queso fresco cuando alcanzaba el dinero, tortillas hechas a mano— y él encontrando siempre algo que criticar.

Una tarde, mientras doblaba ropa en el patio trasero, escuché a mi vecina Rosa hablar con su hija:

—No dejes que te pisoteen solo porque cocinas para él. El amor no se mide en platos limpios ni en guisos perfectos.

Sus palabras me calaron hondo. ¿Era eso lo que estaba haciendo? ¿Dejando que mi valor dependiera del gusto de José?

Esa noche decidí hablar con él. Esperé a que terminara su segunda cerveza y apagué la televisión.

—José, tenemos que hablar.

Él bufó, pero no dijo nada.

—Siento que nada de lo que hago te satisface. Que todo lo que soy y hago es poco para ti. No sé si puedo seguir así.

Por primera vez en mucho tiempo, vi un destello de duda en sus ojos. Pero fue solo un segundo.

—Mirá, María, si no te gusta cómo son las cosas, nadie te obliga a quedarte —dijo sin mirarme.

Me dolió más de lo que esperaba. Me fui al cuarto y lloré hasta quedarme dormida.

Al día siguiente, mientras caminaba hacia la tienda donde trabajaba, vi a una señora vendiendo tamales en la esquina. Me detuve y le compré uno. Mientras lo comía sentada en una banca del parque central, pensé en todas las veces que había dejado pasar mis propios gustos por complacer a otros.

Recordé cuando era niña y mi abuela me enseñó a hacer atol de elote. «Cociná para vos primero», me decía. «Si vos no disfrutás lo que hacés, nadie más lo va a hacer».

Esa tarde regresé a casa con una decisión tomada. Preparé una cena sencilla: ensalada fresca con tomate y aguacate del huerto de doña Carmen, arroz blanco y un poco de pollo guisado con especias que me regaló mi amiga Ana desde Honduras.

Cuando José llegó y vio la mesa servida, frunció el ceño.

—¿Eso es todo?

Le sonreí con calma.

—Eso es lo que hay hoy. Si no te gusta, podés prepararte algo vos mismo.

Se quedó callado unos segundos. Luego se sirvió sin decir palabra. Yo comí tranquila por primera vez en meses.

Esa noche dormí mejor que nunca. No porque las cosas estuvieran resueltas, sino porque sentí que había recuperado un pedacito de mí misma.

Los días pasaron y José empezó a cambiar. Al principio protestaba menos; luego empezó a ayudarme en la cocina los fines de semana. Un sábado incluso me sorprendió trayendo pescado fresco del mercado.

—¿Te ayudo a limpiar esto? —me preguntó tímido.

No sé si fue el miedo a perderme o si realmente entendió cuánto me dolía su indiferencia. Pero algo cambió entre nosotros: aprendimos a cocinar juntos y a reírnos cuando algo salía mal.

A veces todavía discutimos por tonterías —que si le puse mucha sal al arroz o si olvidé comprar cilantro— pero ahora siento que somos un equipo y no dos enemigos compartiendo techo.

Hoy miro atrás y pienso en todas las mujeres como yo: madres, esposas, hijas que cargan con el peso de las expectativas ajenas hasta olvidar sus propios deseos. ¿Cuántas veces hemos dejado nuestro propio plato vacío por llenar el de otros?

Quizá no hay recetas perfectas para el amor ni para la vida. Pero sí sé esto: nadie merece vivir mendigando aprobación en su propia casa.

¿Y ustedes? ¿Han sentido alguna vez que su valor depende de lo que hacen por los demás? ¿Hasta dónde estarían dispuestos a llegar para recuperar su propio sabor?