Gritos en la Cocina: La Historia de Kasia y su Mamá
—¡Con vos no se puede hablar! ¡Siempre tenés que tener la última palabra! —grité, sintiendo cómo la rabia me quemaba la garganta. Mi mamá, parada frente a la cocina, apretaba los labios y sus manos temblaban mientras sostenía el cuchillo con el que cortaba cebolla. El olor picante llenaba el aire, pero lo que más ardía era el silencio entre nosotras.
Llevábamos días así. Peleando por todo y por nada. Por la hora de llegada, por la ropa, por los platos sucios, por el silencio de papá en la casa. Desde que él se fue, la casa se volvió un campo de batalla. Yo tenía quince años y sentía que nadie me entendía. Mamá trabajaba doble turno en el hospital de San Miguel, llegaba cansada, y yo… yo solo quería que alguien me preguntara cómo me sentía.
—¿Y ahora qué te pasa? —me preguntó ella, sin mirarme.
—Nada. Siempre lo mismo. Ni siquiera escuchás lo que digo —respondí, cruzando los brazos.
—¡Claro que te escucho! Pero vos solo sabés gritar y culparme de todo —su voz se quebró un poco, pero no lo admitió.
La verdad es que sí la culpaba. Por no haber luchado más por papá, por no haberlo convencido de quedarse. Por no ser la mamá cariñosa que veía en las novelas mexicanas. Pero también me dolía verla tan sola, tan cansada, tan distinta a la mujer que me enseñó a bailar cumbia en los cumpleaños familiares.
Esa noche, después de otra pelea, me encerré en mi cuarto y puse música a todo volumen. No quería escuchar sus pasos ni sus suspiros. Me pregunté si papá pensaría en nosotras desde su nuevo departamento en el centro. Si alguna vez extrañaría los domingos de asado o las risas en la mesa.
Al día siguiente, mientras desayunábamos en silencio, mamá dejó caer la taza y se rompió en mil pedazos. Se agachó a recogerlos y vi cómo una lágrima le caía por la mejilla. Por un segundo quise abrazarla, pero el orgullo pudo más.
—¿Por qué siempre tenés que llorar? —le dije, sin pensar.
Ella se levantó de golpe.
—¿Sabés qué? ¡Andate al colegio! No quiero verte —me gritó.
Salí dando un portazo. En la calle, el ruido de los colectivos y los vendedores ambulantes me distrajo un poco del nudo en el estómago. En el colegio nadie notó nada; todos estaban demasiado ocupados con sus propios dramas. Solo mi amiga Lucía se acercó:
—¿Otra vez peleaste con tu vieja?
Asentí.
—Mi mamá también está insoportable desde que mi papá perdió el trabajo —me confesó Lucía—. A veces pienso que las mamás no saben ser felices solas.
Esa frase me quedó dando vueltas todo el día. ¿Era eso? ¿Mamá no sabía ser feliz sin papá? ¿Y yo?
Esa tarde volví temprano a casa. La encontré sentada en la mesa del comedor, mirando una foto vieja donde estábamos los tres en la playa de Mar del Plata. Me quedé parada en la puerta sin saber qué decir.
—¿Te acordás de ese día? —preguntó ella, sin mirarme.
—Sí… Papá casi se ahoga por querer impresionarnos con sus clavados —intenté sonreír.
Por primera vez en días, mamá sonrió también. Pero enseguida su cara se endureció.
—No quiero pelear más con vos, Kasia. Pero tampoco sé cómo hacer para que esto funcione —dijo bajito.
Me senté frente a ella y sentí que algo se rompía adentro mío.
—Yo tampoco sé… Solo extraño a papá —admití, con un hilo de voz.
Nos quedamos calladas un rato largo. Afuera llovía y las gotas golpeaban fuerte contra las ventanas del departamento. Pensé en todas las veces que había deseado irme de esa casa, pero ahora solo quería quedarme ahí, aunque doliera.
—¿Creés que papá va a volver? —pregunté finalmente.
Mamá negó con la cabeza y vi cómo se le llenaban los ojos de lágrimas otra vez.
—No lo sé… Pero tenemos que aprender a vivir sin él —dijo—. No quiero perderte a vos también.
Sentí un nudo en la garganta y esta vez fui yo quien se levantó para abrazarla. Lloramos juntas, como hacía años no lo hacíamos. Por un momento sentí que todo podía mejorar si nos animábamos a hablar desde el dolor y no desde la rabia.
Esa noche cocinamos juntas por primera vez desde que papá se fue. Hicimos empanadas y escuchamos cumbia villera mientras bailábamos torpemente entre risas y lágrimas. No solucionamos todos nuestros problemas, pero al menos dejamos de gritarnos.
Con el tiempo aprendimos a convivir con la ausencia de papá. A veces todavía discutimos, pero ya no nos lastimamos como antes. Entendí que mamá también estaba rota y hacía lo mejor que podía con lo poco que le quedaba.
Ahora miro hacia atrás y me pregunto: ¿Cuántas familias en nuestro barrio estarán pasando por lo mismo? ¿Cuántos hijos culpan a sus madres sin saber todo lo que ellas callan? ¿Y si nos animáramos a hablar antes de gritar?