¿Hasta cuándo tendré que demostrar mi inocencia?
—¿Por qué siempre tengo que ser yo la que explique todo? —pensé mientras apretaba el celular con fuerza, sintiendo cómo el sudor me recorría la palma de la mano. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestra casa en San Miguel de Tucumán, y adentro, el silencio era tan denso que podía escuchar el zumbido del ventilador viejo. Mi esposo, Ramiro, ni siquiera levantó la vista del monitor cuando mi madre llamó.
—¿Qué pasó, mamá? —pregunté, bajando el volumen de la novela que veía en la tele. Sabía que ella nunca llamaba sin motivo.
—Nada, hija. Solo quería saber cómo estabas —respondió con esa voz suya, tan dulce como venenosa.
Pero yo la conozco. Sé cuándo algo le molesta. Y ese día, lo sentí en el aire: algo se había roto otra vez.
—Mamá, decime la verdad —insistí, tragando saliva—. ¿Pasó algo con papá?
—No, tu papá está bien. Pero… —hizo una pausa larga, como si dudara en seguir—. Hoy vino tu tía Marta a casa y… bueno, dijo que te vio en el centro con ese chico otra vez.
Sentí cómo se me helaba la sangre. Otra vez las habladurías. Otra vez las sospechas. Ese chico era Julián, mi primo segundo, que había venido de Salta a buscar trabajo y a veces me acompañaba a hacer las compras porque no conocía la ciudad. Pero para mi familia, cualquier sombra era motivo de escándalo.
—Mamá, ¿de verdad creés que haría algo malo? —le dije, sintiendo cómo se me quebraba la voz.
Del otro lado, silencio. Y entonces lo supe: no confiaba en mí. Nunca lo había hecho.
Colgué sin despedirme y me quedé mirando el reflejo de mi cara en la pantalla negra del televisor. Ramiro seguía absorto en su computadora, como si nada pasara. Me pregunté si alguna vez le importaría lo suficiente como para defenderme frente a mi familia.
Esa noche no pude dormir. Recordé todas las veces que tuve que justificarme ante mi madre: cuando desapareció el dinero del monedero y me miró a mí primero; cuando mi hermano menor rompió el jarrón y ella me gritó como si yo hubiera sido; cuando mi papá se fue una semana sin avisar y ella me culpó por no haberlo retenido.
En nuestra familia, las mujeres siempre cargamos con culpas ajenas. Mi abuela decía que era cosa de mujeres fuertes, pero yo sentía que era una condena.
A la mañana siguiente, mientras preparaba mate cocido para Ramiro y los chicos, mi hermana menor, Lucía, me mandó un audio:
—Vik, ¿qué hiciste ahora? Mamá está hecha una furia y dice que te va a ir a buscar al trabajo.
Me temblaron las manos. No podía más con esa presión. ¿Por qué nadie preguntaba cómo me sentía yo?
En el colectivo rumbo al hospital donde trabajo de enfermera, miré por la ventana y vi pasar los mismos árboles viejos de siempre. Pensé en irme lejos, empezar de cero en otra ciudad donde nadie supiera mi nombre ni mis supuestas culpas.
Al llegar al hospital, mi jefe me llamó aparte:
—Victoria, ¿todo bien en casa? Te ves pálida.
Mentí: —Sí, doctor Morales. Solo estoy cansada.
Pero por dentro sentía que me ahogaba. En el almuerzo, Julián apareció en la puerta del hospital con una bolsa de empanadas.
—Prima, ¿todo bien? Tu mamá me miró feo cuando pasé por tu casa —me dijo bajito.
Le conté todo entre lágrimas y risas nerviosas. Julián me abrazó fuerte y me dijo:
—No tenés que demostrarle nada a nadie, Vik. Vos sabés quién sos.
Pero yo no estaba tan segura.
Esa tarde recibí un mensaje de mamá: “Quiero hablar con vos cuando salgas”. Sentí un nudo en el estómago todo el día. Cuando llegué a su casa, estaba esperándome en la puerta con los brazos cruzados y esa mirada que siempre me hacía sentir pequeña.
—¿Por qué siempre te metés en problemas? —me espetó sin saludarme.
—No me meto en problemas, mamá. Solo ayudo a Julián porque está solo acá —le respondí con voz temblorosa.
—La gente habla, Victoria. No quiero que digan cosas feas de vos ni de la familia —insistió ella.
—¿Y qué importa lo que digan? ¿Por qué siempre tengo que ser yo la que pague?
Mi madre bajó la mirada por primera vez en años. Vi un destello de duda en sus ojos.
—Yo solo quiero protegerte —susurró.
—No me protegés cuando dudás de mí —le dije antes de darme vuelta y salir corriendo.
Esa noche lloré hasta quedarme dormida. Ramiro intentó abrazarme pero no supo qué decir. Sentí que estaba sola contra el mundo.
Los días pasaron y las habladurías crecieron como maleza en barrio pobre: rápidas y venenosas. En el almacén, las vecinas cuchicheaban cuando entraba; en el hospital, algunas colegas me miraban raro. Julián decidió volver a Salta para evitarme más problemas.
Una tarde encontré a Lucía llorando en la plaza del barrio.
—No aguanto más a mamá —me dijo—. Siempre nos hace sentir culpables por todo.
La abracé fuerte y entendí que no era solo mi batalla: era una cadena que venía de generaciones atrás.
Decidí ir a terapia comunitaria en el centro barrial. Allí conocí a otras mujeres con historias parecidas: madres controladoras, familias donde la culpa era moneda corriente, hijas cansadas de cargar con pecados ajenos.
Poco a poco aprendí a poner límites. A decir “no fui yo” sin sentirme egoísta ni mala hija. A confiar en mi verdad aunque nadie más lo hiciera.
Un día enfrenté a mamá frente a toda la familia:
—No voy a seguir cargando culpas que no son mías. Si quieren hablar mal de mí, háganlo. Pero yo sé quién soy y no necesito demostrar nada más.
Por primera vez vi respeto en los ojos de mi padre y silencio en los labios de mi madre.
Hoy sigo luchando contra esa sombra vieja que quiere envolverme cada vez que algo sale mal. Pero ya no estoy sola: Lucía y yo nos apoyamos; Julián llama seguido desde Salta; incluso Ramiro intenta entenderme mejor.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven así, tratando de demostrar su inocencia toda la vida? ¿Cuándo aprenderemos a creer en nosotras mismas antes que en los chismes o las dudas ajenas?