¿Hasta cuándo tendré que demostrar mi inocencia?

—¿Hasta cuándo voy a tener que demostrar que no soy culpable? —me pregunté en silencio, apretando el celular contra mi oído mientras la voz de mi mamá temblaba al otro lado de la línea.

—Valeria, hija, ¿estás ocupada? —su tono era suave, pero yo ya conocía ese matiz. Nadie en mi familia llama “solo para saludar”.

—No, mamá, dime. ¿Qué pasó? —traté de sonar tranquila, aunque ya sentía el estómago hecho un nudo.

—Nada grave, mi amor… solo quería saber cómo estabas —insistió, pero yo podía escuchar el murmullo de la televisión de fondo y el suspiro resignado de mi papá. Sabía que algo se cocinaba.

Miré a Julián, mi esposo, sentado frente al computador en la sala. Él levantó la vista y me preguntó en silencio con los ojos: “¿Otra vez tu mamá?”. Asentí levemente. En ese momento, mi hija Camila entró corriendo desde la cocina con las manos llenas de harina.

—Mamá, ¿puedo ayudar a hacer las arepas? —me preguntó, ajena a la tensión que flotaba en el aire.

—Claro, amor. Dame un minuto —le respondí, tapando el micrófono del celular.

Volví a la llamada. —Mamá, dime la verdad. ¿Qué pasa?

Un silencio incómodo se instaló entre nosotras. Finalmente, mi madre soltó la bomba:

—Valeria… tu tía Rosa me llamó. Dice que en el barrio están diciendo cosas feas sobre ti… Que supuestamente tú fuiste la que le robó el dinero a doña Elvira.

Sentí como si me hubieran echado un balde de agua fría. Otra vez lo mismo. Otra vez los chismes, las miradas, las dudas. Otra vez tener que defenderme por algo que no hice.

—¡Mamá! ¿De verdad crees eso? ¿Después de todo lo que hemos pasado? —mi voz temblaba entre rabia y tristeza.

—Yo no lo creo, hija… pero tú sabes cómo es la gente. Y tu papá está muy preocupado. Dice que deberías ir a aclarar las cosas con doña Elvira.

Colgué sin despedirme. Me temblaban las manos. Julián se acercó y me abrazó por detrás.

—¿Otra vez los chismes? —susurró en mi oído.

Asentí, sintiendo cómo las lágrimas amenazaban con salir. Recordé cuando tenía quince años y me acusaron injustamente de haberle robado un anillo a mi prima Laura. Nadie me creyó entonces, ni siquiera mi propia madre. Pasaron años antes de que Laura confesara que lo había perdido en el colegio. Pero la mancha quedó ahí, como una sombra pegada a mi nombre.

Ahora, veinte años después, seguía luchando contra esa sombra. En el barrio San Javier todos se conocen y todos hablan. Un simple rumor puede destruirte la vida.

Esa noche no pude dormir. Escuchaba los ruidos del barrio: los perros ladrando, una moto pasando rápido por la calle, el eco lejano de una fiesta. Pensaba en doña Elvira, una señora mayor que siempre me saludaba con cariño cuando iba a comprar pan o leche a su tienda. ¿Cómo podía creer que yo le había robado?

A la mañana siguiente, decidí enfrentar el problema de frente. Me puse una blusa limpia y salí rumbo a la tienda con Camila de la mano. Al llegar, doña Elvira estaba barriendo la acera.

—Buenos días, doña Elvira —saludé con voz firme.

Ella levantó la vista y me miró con una mezcla de tristeza y desconfianza.

—Buenos días, Valeria…

—Vengo a hablar con usted —dije sin rodeos—. Me enteré de lo que están diciendo en el barrio. Quiero mirarla a los ojos y decirle que yo no le robé nada.

Doña Elvira bajó la mirada y suspiró.

—Ay, mija… yo no sé qué pensar ya. La plata desapareció justo después de que usted salió de la tienda ese día…

—¿Y eso es suficiente para culparme? —pregunté, sintiendo cómo me ardían los ojos.

En ese momento salió don Ramiro, su esposo.

—El problema es que aquí todos se creen jueces —intervino él—. Pero nadie vio nada. Y uno no puede andar acusando sin pruebas.

Doña Elvira asintió en silencio. Sentí un nudo en la garganta.

—Yo siempre he sido honesta con usted —le dije—. Si quiere revisarme la cartera o venir a mi casa a buscar lo que sea, hágalo. Pero no voy a dejar que sigan manchando mi nombre por un rumor.

Camila me apretó la mano y me miró asustada.

—Mami… ¿te van a llevar presa?

Me agaché para mirarla a los ojos.

—No, mi amor. Mamá no hizo nada malo.

Regresé a casa sintiéndome derrotada pero también aliviada por haber dado la cara. Pero el daño ya estaba hecho: en la tienda sentí las miradas clavadas en mi espalda; en la panadería escuché cómo dos vecinas cuchicheaban apenas entré; incluso mi propia hermana Lucía me escribió un mensaje frío: “Ojalá todo se aclare pronto”.

Esa noche discutí con Julián.

—¿Por qué siempre tengo que ser yo la que demuestre que es inocente? ¿Por qué nadie defiende mi palabra?

Él me abrazó fuerte.

—Porque eres diferente, Valeria. Porque nunca te has dejado pisotear por nadie… y eso molesta a mucha gente.

Pero yo sabía que era más profundo: era el peso de ser mujer en un barrio donde las mujeres siempre somos sospechosas; era el peso de ser hija de una familia donde nunca aprendimos a confiar del todo; era el peso de los prejuicios y las heridas viejas que nunca terminan de sanar.

Pasaron los días y finalmente apareció el dinero: doña Elvira lo había guardado en una bolsa de arroz y se le había olvidado. Me llamó llorando para pedirme perdón.

—Perdóneme, Valeria… yo nunca debí dudar de usted…

La perdoné porque entendí que ella también era víctima del miedo y los chismes. Pero el daño ya estaba hecho: algunos siguieron murmurando; otros simplemente cambiaron de tema como si nada hubiera pasado.

Esa noche me senté sola en el balcón mientras veía las luces de Medellín titilar en la distancia. Pensé en todas las veces que tuve que defenderme por cosas que no hice; en todas las veces que tuve que gritar para ser escuchada; en todas las veces que sentí miedo de salir a la calle porque sabía que alguien iba a señalarme con el dedo.

¿Será que algún día podré vivir sin tener que demostrar mi inocencia? ¿Será posible romper este círculo de desconfianza y prejuicio? ¿Ustedes también han sentido alguna vez ese peso injusto sobre sus hombros?