¿Hasta dónde llega el sacrificio?
—¿Entonces, Lucía? ¿Qué has decidido? —La voz de Doña Carmen retumbó en la sala, mientras yo apretaba los puños sobre la mesa de madera gastada.
No podía mirarla a los ojos. Afuera, el sol del mediodía caía sobre el patio donde mis hijos jugaban cuando eran pequeños. Ahora, ese mismo patio parecía más pequeño, como si la casa se encogiera bajo el peso de la decisión que me exigían tomar.
—No es tan fácil, Doña Carmen —respondí, sintiendo cómo mi voz temblaba—. Esta casa es todo lo que tengo.
Ella suspiró fuerte, como si yo fuera una niña caprichosa. —Lucía, ya te lo dije: vender esta casa y mudarnos todos juntos es lo mejor. Yo ya no puedo vivir sola, y tú sabes que tu esposo no puede dejar su trabajo en la capital. ¿Qué vas a hacer? ¿Dejarme aquí, esperando la muerte?
Sentí un nudo en la garganta. Mi esposo, Andrés, apenas hablaba del tema. Siempre estaba ocupado, siempre tenía una excusa para no enfrentar a su madre. Y yo… yo era la que debía cargar con todo.
Esa noche, después de acostar a mis hijos, me senté en la cocina con mi hermana Rosa. Ella me miró con esos ojos grandes y sinceros que siempre han sido mi refugio.
—¿Y si lo haces? —preguntó en voz baja—. ¿Y si vendes la casa?
—¿Y si me pierdo a mí misma? —le respondí sin pensar. —Esta casa… aquí crecieron mis hijos, aquí enterré a mi perro, aquí aprendí a ser fuerte después de que papá nos dejó. ¿Por qué tengo que renunciar a todo por ella?
Rosa me tomó la mano. —Porque así es la familia en este país, Lucía. Nos enseñan que debemos sacrificarnos por los demás, aunque duela.
Me quedé pensando en las palabras de Rosa. Recordé las veces que Doña Carmen me ayudó cuando Andrés se enfermó, cuando no teníamos ni para el gas. Pero también recordé sus críticas, sus miradas duras cuando no hacía las cosas a su manera.
Al día siguiente, Andrés llegó tarde del trabajo. Lo esperé despierta, sentada en el sofá con una taza de café frío entre las manos.
—¿Hablaste con tu mamá? —le pregunté apenas entró.
Él evitó mi mirada. —Lucía, sabes que es lo mejor. Mi mamá ya está grande…
—¿Y yo? ¿Yo no cuento? —mi voz se quebró—. ¿No ves que me están pidiendo que deje todo lo que soy?
Andrés suspiró y se sentó a mi lado. —No quiero perderte ni a ti ni a mi mamá. Pero no sé qué hacer.
Me sentí sola. Sola en mi propia casa, sola en mi propio matrimonio.
Los días pasaron entre silencios incómodos y miradas esquivas. Mis hijos notaban la tensión; mi hija menor me preguntó una noche si íbamos a mudarnos lejos de sus amigos.
Una tarde lluviosa, Doña Carmen llegó sin avisar. Traía una bolsa con pan dulce y esa expresión de quien viene a dar órdenes.
—Lucía, ya hablé con un agente inmobiliario. Dice que podemos sacar buen dinero por esta casa. Con eso compramos algo más grande y todos vivimos juntos. Así no tienes que preocuparte por mí.
Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. —¿Y si no quiero vender? —le dije al fin.
Ella me miró como si fuera una extraña. —Entonces eres una egoísta. Yo di mi vida por mi familia y ahora nadie quiere hacer nada por mí.
Me encerré en el baño y lloré en silencio. ¿Era egoísmo querer conservar mi hogar? ¿Era tan malo pensar en mí misma?
Esa noche soñé con mi padre. Lo vi sentado en el patio, fumando su cigarro barato y mirando el cielo estrellado.
—La familia es importante, Lucía —me decía—, pero también lo eres tú. No te olvides de ti misma.
Desperté con el corazón apretado y una decisión rondando mi mente.
Al día siguiente reuní a todos en la sala: Andrés, mis hijos y Doña Carmen.
—He pensado mucho —dije con voz firme—. No voy a vender la casa. Pero tampoco voy a dejar sola a Doña Carmen. Podemos buscarle una cuidadora o arreglar para que venga a vivir un tiempo con nosotros, pero esta casa es nuestro hogar y no voy a renunciar a ella.
Doña Carmen se levantó furiosa. —¡Siempre supe que eras egoísta!
Andrés intentó calmarla, pero yo ya no podía retroceder.
—No soy egoísta —le respondí—. Solo estoy aprendiendo a poner límites.
El silencio fue pesado, pero sentí un alivio inmenso por primera vez en semanas.
Sé que esto traerá más discusiones, más miradas duras y quizás más lágrimas. Pero también sé que merezco defender lo que amo.
¿Hasta dónde debemos sacrificarnos por los demás? ¿Dónde termina el deber y empieza el derecho a ser felices? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?