Hasta el horizonte juntos: Cómo un joven campesino conquistó el corazón de una citadina

—¿Por qué volviste, Emiliano? —me preguntó mi madre, con esa mezcla de reproche y alivio que solo las madres del campo saben expresar.

No supe qué responderle. Afuera, el sol caía sobre los cañaverales de mi pueblo en Veracruz, tiñendo de oro las humildes casas y los caminos polvorientos. Había pasado tres años trabajando en Monterrey, en una fábrica donde el ruido nunca cesaba y la soledad era mi única compañía. Pero algo me trajo de vuelta: la nostalgia, el cansancio… y Mariana.

Mariana. Su nombre era un suspiro en mi pecho desde que éramos niños. Ella, la hija del doctor del pueblo, siempre tan distinta a todos nosotros. Su madre era maestra, su padre el único médico en kilómetros a la redonda. Cuando se fue a estudiar a la ciudad de México, todos decían que jamás volvería. Pero esa tarde, mientras yo ayudaba a mi padre a reparar la cerca, la vi bajar de un taxi frente a la plaza. Su cabello brillaba como antes, pero sus ojos tenían una tristeza nueva.

—¿Emiliano? —me llamó con voz temblorosa.

Me acerqué, torpe, con las manos llenas de tierra y el corazón latiendo como si fuera a salirse del pecho.

—Mariana…

Nos quedamos mirando, atrapados entre el pasado y el presente. Ella sonrió apenas, y sentí que todo el pueblo nos observaba desde las ventanas.

Esa noche no pude dormir. Escuchaba los grillos y pensaba en lo imposible: ¿cómo un campesino como yo podía aspirar al amor de una mujer como ella? Mi hermana Lucía se burló cuando le conté:

—No te hagas ilusiones, Emiliano. Mariana ya no es de aquí. Ahora es doctora, igual que su papá. ¿Tú crees que va a querer quedarse en este pueblo?

Pero yo no podía resignarme. Al día siguiente la busqué en la clínica improvisada que su padre había montado en la vieja escuela. La encontré atendiendo a Doña Petra, la viejita que siempre nos daba dulces cuando éramos niños.

—¿Cómo te va en la ciudad? —le pregunté cuando estuvimos solos.

Ella suspiró y miró por la ventana.

—No todo es tan bonito como parece. Allá nadie te conoce, nadie te saluda por tu nombre. Aquí… aquí siento que pertenezco a algo.

Me atreví a tomarle la mano. Ella no la retiró. Por un momento creí que todo era posible.

Pero los días siguientes fueron duros. Los chismes corrieron rápido: “El Emiliano anda detrás de la doctora”, decían en la tienda. Mi madre me miraba con preocupación:

—No te metas en problemas, hijo. La gente habla mucho.

Y hablaban más cuando vieron a Mariana y a mí caminando juntos por los cañaverales al atardecer. Una tarde nos detuvimos junto al río y ella me confesó:

—Mi papá quiere que regrese a México. Dice que aquí no hay futuro para mí.

—¿Y tú qué quieres? —le pregunté, sintiendo que mi vida dependía de su respuesta.

Ella me miró con lágrimas en los ojos.

—Quiero quedarme… pero tengo miedo. Aquí todos esperan algo de mí. Y tú… tú mereces alguien que no tenga que irse cada vez que las cosas se ponen difíciles.

La abracé fuerte, como si pudiera protegerla del mundo entero. Pero sabía que no bastaba con quererla. Había diferencias que pesaban más que el amor: su familia, sus sueños, mis raíces humildes.

Una noche su padre vino a buscarme. Me encontró en el patio, arreglando el motor de la vieja camioneta.

—Emiliano —dijo serio—, sé lo que sientes por mi hija. Pero Mariana tiene un futuro brillante por delante. No quiero que se quede aquí solo por ti.

Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué siempre los pobres tenemos que pedir permiso para amar?

—No quiero ser un obstáculo para ella —le respondí con voz temblorosa—. Pero tampoco puedo obligarla a irse si no quiere.

Él me miró largo rato antes de irse sin decir más.

Los días pasaron entre miradas furtivas y silencios incómodos. Mariana empezó a alejarse; yo lo sentía en cada palabra menos entusiasta, en cada cita cancelada por “mucho trabajo”. Una tarde la vi llorando detrás de la clínica. Me acerqué y ella me confesó lo inevitable:

—Me voy mañana, Emiliano. No puedo quedarme… No ahora.

Sentí que el mundo se me venía abajo. Quise gritarle que se quedara, que lucháramos juntos contra todo, pero solo pude decir:

—Te esperaré aquí. Hasta el horizonte si es necesario.

Ella me besó con desesperación y se fue corriendo sin mirar atrás.

Pasaron meses. El pueblo volvió a su rutina; los chismes se apagaron como las luces al anochecer. Yo seguí trabajando en el campo, esperando noticias de Mariana que nunca llegaban. Mi madre me decía que debía olvidarla, buscar una muchacha del pueblo, pero yo no podía.

Un día recibí una carta: “Emiliano: No hay día que no piense en ti ni en nuestro pueblo. Aquí todo es rápido y frío; extraño el olor a caña y tus manos llenas de tierra. No sé cuándo podré volver, pero si algún día ves una luz encendida en la clínica al anochecer… sabrás que he regresado para quedarme”.

Desde entonces, cada noche paso frente a la clínica antes de dormir. A veces creo ver una sombra tras la ventana y mi corazón late fuerte otra vez.

¿Vale la pena esperar por un amor así? ¿O es mejor dejar ir lo imposible y seguir adelante? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?