Hasta el horizonte juntos: cómo un valiente muchacho del campo conquistó el corazón de una chica de ciudad
—¿Por qué volviste, Emiliano? —me preguntó mi madre, con esa mezcla de alivio y reproche que solo una madre mexicana puede tener.
No supe qué responderle. El polvo del camino aún cubría mis botas y el olor a tierra mojada me llenaba los pulmones. Había pasado tres años trabajando en Monterrey, lejos de mi pueblo natal en Veracruz, y cada noche soñaba con el río, los mangos maduros y, sobre todo, con Camila.
Camila…
La última vez que la vi fue en la fiesta patronal, bailando con ese vestido azul que parecía hecho para ella. Yo era apenas un muchacho, sin más futuro que el que me dieran mis manos y la tierra. Ella, en cambio, era la hija del nuevo médico del pueblo, recién llegada de Xalapa, con palabras elegantes y sueños de universidad.
—¿Y ahora qué vas a hacer aquí? —insistió mi madre.
—Trabajar, mamá. Ayudar en la parcela. Y… —no terminé la frase. ¿Cómo decirle que había vuelto por amor?
El pueblo no había cambiado mucho. Las mismas calles empedradas, los mismos chismes en la tienda de doña Lucha. Pero algo era distinto: Camila estaba de vuelta. La vi el primer domingo en misa, sentada junto a su madre, tan hermosa como siempre. Sentí que el corazón se me salía del pecho.
Después de la misa, me armé de valor y me acerqué.
—Camila…
Ella me miró sorprendida, pero sonrió.
—¡Emiliano! No puedo creerlo… ¿Cuándo regresaste?
—Ayer. No podía quedarme más tiempo lejos —dije, y sentí que me sonrojaba como un niño.
Caminamos juntos hasta la plaza. Me contó que había terminado la prepa en Xalapa y que ahora pensaba estudiar medicina como su papá. Yo le hablé de Monterrey, de las fábricas y del frío que nunca se iba del todo.
—¿Y tú? —me preguntó—. ¿Qué vas a hacer ahora?
—Lo mismo de siempre: trabajar la tierra. Pero… —la miré a los ojos—, me gustaría verte más seguido.
Ella bajó la mirada y sonrió tímida. Sentí una chispa de esperanza.
Pero en un pueblo como el nuestro, nada pasa desapercibido. Pronto comenzaron los murmullos:
—¿Ya viste a Emiliano con la hija del doctor? —decía doña Lucha.
—Esa muchacha no es para él —respondía don Rogelio—. Ella es de ciudad, él es puro campo.
Mi madre también lo notó.
—Emiliano, hijo, no te ilusiones. Esas diferencias pesan mucho. La gente habla…
Pero yo no podía rendirme. Cada tarde buscaba a Camila: la acompañaba al río, le llevaba flores silvestres, le contaba historias del pueblo. Ella reía y yo sentía que el mundo era perfecto.
Una tarde, mientras caminábamos entre los cañaverales, Camila se detuvo.
—Mi papá no quiere que te vea —me dijo, con los ojos llenos de tristeza—. Dice que no tienes futuro para mí.
Sentí rabia e impotencia.
—¿Y tú qué piensas?
Ella me miró largo rato antes de responder:
—Que te quiero. Pero tengo miedo…
La abracé fuerte. Sabía que lucharíamos contra viento y marea.
Los días pasaron y los problemas crecieron. El doctor Ramírez me llamó una noche a su consultorio.
—Emiliano —me dijo seco—, eres buen muchacho, pero mi hija merece algo mejor. Ella tiene un futuro brillante; tú solo puedes ofrecerle trabajo duro y pobreza.
Me mordí los labios para no gritarle que el amor no entiende de clases sociales.
Esa noche lloré como no lo hacía desde niño. Mi padre se sentó a mi lado en el porche.
—Hijo —me dijo—, yo también amé a tu madre contra todo pronóstico. Si de verdad amas a Camila, lucha por ella. Pero prepárate para perderlo todo.
Las palabras de mi padre me dieron fuerza. Al día siguiente busqué a Camila y le propuse huir juntos a Xalapa. Ella dudó mucho; tenía miedo de dejar a su familia y renunciar a sus sueños por mí.
—No quiero que te arrepientas después —le dije—. No quiero ser tu jaula.
Ella lloró en silencio y me abrazó fuerte.
Esa noche no dormí. Pensé en todo lo que podía perder: mi familia, mi tierra, mi dignidad. Pero también pensé en lo que podía ganar: un amor verdadero.
Al amanecer fui al río y grité su nombre. Camila apareció corriendo, con una mochila al hombro y los ojos hinchados de llorar.
—Estoy lista —me dijo—. Vamos juntos hasta donde llegue el horizonte.
Nos fuimos sin mirar atrás. En Xalapa todo era nuevo y aterrador: los ruidos, la gente apurada, los edificios altos. Conseguí trabajo en una panadería mientras ella estudiaba por las noches. Hubo días en que apenas teníamos para comer; hubo noches en que peleamos por tonterías y lloramos por nostalgia del pueblo.
Pero también hubo momentos hermosos: cuando Camila aprobó su primer examen de medicina; cuando ahorramos para comprar una cama nueva; cuando paseábamos tomados de la mano por el parque Hidalgo sintiéndonos invencibles.
Un día recibimos una carta: mi madre estaba enferma. Volvimos al pueblo por unos días y enfrentamos las miradas duras de quienes nunca creyeron en nosotros. El doctor Ramírez nos recibió con frialdad pero al vernos juntos, luchando codo a codo, algo cambió en su mirada.
Mi madre se recuperó y antes de irnos me abrazó fuerte:
—Estoy orgullosa de ti, hijo. El amor verdadero siempre vale la pena.
Hoy han pasado cinco años desde aquella huida al horizonte. Camila está por terminar su carrera; yo tengo mi propio pequeño negocio de panadería en Xalapa. No ha sido fácil: las diferencias sociales siguen pesando, las heridas familiares tardan en sanar… pero cada vez que miro a Camila sé que valió la pena arriesgarlo todo.
A veces me pregunto: ¿cuántos amores se pierden por miedo al qué dirán? ¿Cuántos sueños dejamos morir por no atrevernos a cruzar el horizonte? ¿Ustedes qué harían por amor?