Hasta que deje a ese hombre, no verá un peso: La historia de una madre mexicana
—¡No me pidas ni un peso más mientras sigas con él, Mariana!—le grité esa tarde, con la voz quebrada y el corazón hecho trizas. Mi hija me miró con los ojos llenos de lágrimas y rabia, como si yo fuera la enemiga. Pero no podía seguir viendo cómo ese hombre, ese tal Julián, la destruía poco a poco.
Me llamo Guadalupe y soy madre soltera desde hace más de veinte años. Crié a Mariana sola en una colonia popular de Guadalajara, trabajando de sol a sol en una fonda para que nunca le faltara nada. Siempre soñé con verla feliz, independiente, fuerte. Pero la vida no siempre cumple los sueños de las madres.
Todo empezó hace tres años, cuando Mariana conoció a Julián en una fiesta de la universidad. Al principio parecía un buen muchacho: educado, trabajador, hasta simpático. Pero pronto empecé a notar cosas que me inquietaban. Mariana dejó de salir con sus amigas, dejó de venir a casa los domingos, dejó de reírse como antes. Cuando le preguntaba si todo estaba bien, me respondía con evasivas o se molestaba conmigo.
Una noche, llegó llorando a mi casa. Tenía el labio partido y el ojo morado. Me dijo que se había caído en la escalera del departamento. Yo no le creí ni una palabra. Le preparé un té y le acaricié el cabello mientras lloraba en silencio. No quise presionarla, pero desde ese día supe que Julián era un peligro.
Intenté hablar con ella muchas veces:
—Hija, ¿por qué no te vienes unos días conmigo?—le decía.
—Mamá, no empieces. Julián está pasando por un mal momento, pero me quiere. Todo va a mejorar—me respondía ella, siempre con esa mezcla de esperanza y miedo.
La situación empeoró cuando Mariana perdió su trabajo en la tienda de ropa. Julián empezó a controlarle el dinero, a revisar su celular, a prohibirle ver a sus amigas. Yo le mandaba dinero cada semana para que pudiera comer bien y pagar la renta, pero sentía que solo estaba alimentando el ciclo de dependencia.
Un día, mi hermana Rosa vino a visitarme y me encontró llorando en la cocina.
—Lupita, tienes que ponerle un alto. Si sigues ayudándola así, nunca va a salir de ahí—me dijo.
—¿Y si le pasa algo? ¿Y si la dejo sola y ese desgraciado le hace daño?—le contesté entre sollozos.
—Pero si sigues así, nunca va a aprender a defenderse. Tienes que ser fuerte por ella.
Esa noche no dormí. Me senté en la cama mirando el techo y pensando en todas las veces que Mariana me había pedido ayuda: para pagar la luz, para comprar despensa, para cubrir la renta atrasada porque Julián se gastaba el dinero en cervezas y apuestas. Sentí rabia contra él, pero también contra mí misma por no saber cómo ayudarla sin hundirla más.
La gota que derramó el vaso fue hace dos semanas. Mariana llegó a casa con un moretón en el brazo y los ojos hinchados de tanto llorar. Me pidió dinero para irse unos días a casa de una amiga porque Julián le había gritado y aventado el teléfono contra la pared. Le di el dinero sin pensarlo dos veces. Pero al día siguiente volvió con él. Me llamó para decirme que todo había sido un malentendido y que Julián le había prometido cambiar.
Ahí fue cuando tomé la decisión más difícil de mi vida: no le daría ni un peso más mientras siguiera con ese hombre.
Cuando se lo dije por teléfono, Mariana explotó:
—¡Eres una mala madre! ¡Me estás dejando sola cuando más te necesito!
—No te estoy dejando sola, hija. Te estoy dando la oportunidad de salir adelante por ti misma. No puedo seguir ayudándote si eso solo te ata más a él—le respondí con la voz temblorosa.
Colgó sin despedirse. Pasé toda la noche llorando y rezando para que entendiera que lo hacía por amor.
Los días siguientes fueron un infierno. Mariana no me contestaba los mensajes ni las llamadas. Mi hermana Rosa me decía que tuviera paciencia, pero yo sentía que me estaba partiendo en dos. En la fonda apenas podía concentrarme; quemé dos veces los frijoles y olvidé ponerle sal al arroz.
Una tarde, mientras lavaba los trastes, escuché golpes en la puerta. Era Mariana. Venía con una maleta y los ojos rojos de tanto llorar.
—Mamá… ya no puedo más—me dijo apenas cruzó la puerta.
La abracé tan fuerte como pude y lloramos juntas largo rato. Me contó todo: los gritos, los golpes, las humillaciones, el miedo constante. Me pidió perdón por haberme culpado y por no haberme escuchado antes.
—No quiero volver con él nunca más—me dijo entre sollozos.
Esa noche dormimos juntas en mi cama como cuando era niña. Le preparé chocolate caliente y le prometí que esta vez sí estaríamos juntas en todo el proceso para salir adelante.
Ahora Mariana está buscando trabajo y va a terapia en un centro para mujeres víctimas de violencia aquí en Guadalajara. No ha sido fácil; hay días en los que se siente culpable o débil, pero poco a poco va recuperando su fuerza y su sonrisa.
A veces me pregunto si hice lo correcto al dejar de ayudarla económicamente mientras estaba con Julián. ¿Fue crueldad o amor? ¿Hasta dónde debe llegar una madre para salvar a su hija sin perderla para siempre?
¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Dónde está el límite entre ayudar y hundir más a quienes amamos?